Para todos los ancianos, especialmente para los
que viven en el Buen Pastor de Béjar.
Ella intuye que el sol es algo bueno
aunque nunca llegó a entender sus leyes;
debe de ser que algún duende le ha dicho
que es primavera en toda la ciudad
y con eso le basta.
Viene de más allá del horizonte,
de cuando el tiempo hilaba y recosía
las telas y los hombres se fajaban
en la eterna sesión de las tabernas.
Pero ella no lo sabe a ciencia cierta
pues ha perdido el norte y el oeste
y ya no mide el tiempo ni las horas
a ritmo del telar ni del reloj.
Acaso tuvo un hijo al que lavaba
y daba de comer o lo vestía;
tal vez le dio el empuje de la vida
y lo acunó en sus brazos con cariño.
Dicen que tuvo amores, desamores,
algunas cosas buenas, otras malas,
en fin, lo que es normal en todo caso.
Hoy nota que llover refresca el tiempo
pero se moja siempre y coge resfriados
porque no se protege de la lluvia.
Recorre lentamente los pasillos
y merodea los patios
besando a todo quisque
y poniendo su cara de extrañeza
cuando al que besa pica con su barba.
Susurra en breves ecos el pasado:
“¿Verdad que eres mi hijo?
déjame que te bese, que hace tiempo
que no vienes a verme.
Aféitate la barba y esa cosa
que tienes por encima de la boca:
me picas con los pelos
y yo quiero besarte muchas veces.”
Después sonríe y mira fijamente,
como desde otro sitio muy lejano,
te toma de la mano y la acaricia
buscando la existencia de otro cuerpo.
Por fin se queda quieta en el silencio
y parece decir con sus abrazos:
“Sé que fue alguna vez y que fue hermoso
aunque no lo recuerdo con certeza.”
Los demás, en el patio, sonríen en voz baja
y yo me desdibujo y me hago agua,
y me dejo abrazar un largo rato,
y me marcho a la esquina donde nadie
puede saber que vuelven a mi mente
los días del pasado
en que viví, tan triste, ese milagro.
Ella tenía un nombre, hoy no lo tiene:
a nadie le conviene bautizarla.
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