sábado, 19 de mayo de 2012

VECINOS DE ESTE LUGAR

El coche de línea, la tartana, la empresa, hacía el recorrido diario entre Jezimeque y Villar del Campo; no, perdón, Villar del Río. Por el medio dejaba desperdigados algunos pueblos diminutos que andaban adormecidos y anclados en la niebla de la Historia.
En el coche de línea, que conducía Julián, un antiguo soldado de la guerra de África, apenas montaba nadie. ¿Para qué, si no había nada que traer desde ningún sitio? Y eso que no circulaban apenas coches particulares. Apenas alguna motocicleta -ninguna con sidecar- y alguna bicicleta. Ni siquiera el alcalde de Villar del Campo; perdón, del Río, tenía vehículo de su propiedad. Y eso que era dueño de medio pueblo entre casas y tierras de labor.
En la paz de Villar del Río vivían las fuerzas vivas, como en todos los demás pueblos: el médico, el cura, el boticario (porque en Villar del Río había botica desde la que se repartía para la comarca), y hasta el representante hidalgo de una antigua dinastía venida a menos. La maestra, por ser maestra, apenas contaba en las decisiones del vecindario; su labor quedaba circunscrita al ámbito de la escuela. Los demás, pues ya se sabe: el alguacil, las viejas que cosían al serano, los labradores con terrenos y los labradores dependientes, y los jornaleros. Y poco más. Cada cual con sus ambiciones, cada cual con sus sueños, cada cual con sus preocupaciones. La Historia se había detenido en sus calles y parecía que cada uno había aceptado con resignación su función en la vida. Tal vez porque nunca se habían planteado si tenían alguna misión que cumplir.
Pero, en medio de esa niebla de resignación, reinaba una serenidad hecha de tardes y de noches repetidas, de domingos de remudarse y de ir al bar, de paseos por la alameda más próxima al río. Seguramente nadie se atrevía siquiera a imaginar la posibilidad de otra forma de vida; o, si lo soñaban, lo hacían en silencio y entre las paredes de sus casas.
Alguien, desde fuera, vino a turbar su paz y a ponerlos en otra velocidad distinta para el tiempo. Alguna ilusión que hablaba de mejoras, de regalos, de dádivas, de otras formas más diferentes a las que conocían.
El sueño se apoderó de ellos y cada cual engendró su propia historia desde ese sueño. En esos sueños se desató la imaginación de cada uno y, si se hubieran juntado todos ellos en una realidad segura, al pueblo de Villar del Campo; perdón, del Río, no lo habrían conocido ni sus propios vecinos. Qué maravilla verlos soñar y hacerse otros por un momento. De hecho, desde sus sueños, vivieron algunos días en los que cada uno salía y entraba, comía y dormía, vivía, en suma, lejos de sus posibilidades y sumidos en la niebla de sus fantasías.
Pero esa ilusión, traída desde fuera y no nacida al amparo del bar ni del barbecho, compuesta por los de otros lugares y no materializada desde el día a día de Villar del Río, pasó de largo y solo dejó un poso de desesperanza y de desilusión. O acaso de realismo más sereno y comprensible, más propio de los días y de las noches de Villar del Río.
Porque el pueblo siguió viviendo, en sus calles siguió pregonando su alguacil, las tierras se siguieron labrando, con la gente mirando siempre al cielo como quien espera la decisión para sus cosechas,  y cada noche se siguieron oyendo los lloros de los niños que no querían dormir y los ecos de algunas discusiones tras los cristales de cualquier ventana.
Y es que las cosas pasan, y el tiempo pasa, que es lo que siempre pasa, y el sol vuelve a salir y todo se renueva con las gentes que pasan, como pasan las cosas que tienen que pasar, ajenas a su manera a esos vaivenes bruscos de la vida y de las imposiciones de más lejos.
Quiero decir que, de nuevo, he visto la película cincuentenaria “Bienvenido, Mister Marshall”, y me he vuelto a emocionar, y he vuelto atrás en el tiempo pues que yo pude ser uno de ellos en aquella leche y aquel queso de mi niñez escolar, y he pensado que, a su manera, hoy mismo hay muchos pueblos como Villar del Campo; perdón, del Río, tranquilos en su historia y su intrahistoria, sufridores sin voz de tantas voces como les mandan desde los altavoces que se les meten en sus casas y en sus saloncitos, vengan estos de Madrid o desde Bruselas o Alemania.
Casi siempre la Historia pasa de largo si no es la que cada cual escribe con su ánimo, con su libertad y con su impulso.

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