La terraza más pequeña de mi casa, que ahora uso bastante, da a una plaza cuadrada, tal vez una de las mejores de la ciudad estrecha encaramada en este cerro oblongo. Su historia es muy extensa y daría para un relato muy largo: en ella se han dado cita ignorancias, intentos de soborno, olvidos políticos, diversiones, aparcamientos a gogó…
En las últimas semanas han cercado la mitad -tras un acuerdo con algunos de los vecinos- con una valla metálica de unos dos metros. En el interior de esa mitad podrán jugar los niños por el día. Por la noche podrán aparcar coches. A los lados también han limado una de sus partes y han creado más plazas de aparcamiento. En definitiva, han dado prioridad a los vehículos frente a la necesidad de espacio de las personas, sobre todo del juego de los niños.
Cuando miro me dan ganas de tirar pan a los niños que veo enjaulados. Como si de un circo se tratara. A mí me parece una vergüenza y una muestra más del sesgo que le estamos dando a la escala de valores en la que andamos metidos.
¿Qué puedo yo invocar para modificar esta situación, contraria a mi pensamiento?
No puedo hacerlo llamando a las leyes reveladas; entre otras cosas porque, en esos asuntos de revelación no sé si existirán los vehículos, y eso que muchos de los defensores de esta nueva situación son verdaderos meapilas y tendrían vara alta, supongo. Por ahí no podemos ponernos de acuerdo.
Tampoco puedo invocar las leyes de la naturaleza, como no sea la del sentido común, que se acercaría a una lógica simple pero universal: el sentido común es el menos común de los sentidos. Otro camino cegado.
Solo queda la fuente de las leyes positivas, ese fárrago de leyes, reglamentos, artículos y versículos en los que el ser humano tiene que afanarse para poder sobrevivir.
Porque la ley no debe de ser otra cosa que una escapatoria del ser humano ante la inseguridad de sus relaciones con los demás desde posiciones diferentes. La libertad individual absoluta termina siendo también el miedo continuo a la libertad absoluta del de al lado. Por ello existe la necesidad de prescindir de parte de esa libertad individual, con tal de tener alguna seguridad de que las actuaciones van a ser respetadas en el futuro, según un patrón acordado en común. Con la parte de libertad cedida por cada uno se organiza ese territorio común por el que andar con una pizca de serenidad y de confianza. Y en ese territorio aparece la ley.
Pero enseguida se me surge una duda que no sé hasta dónde pueden ser salvable; es la duda de si la ley, por muy perfecta que sea, puede recoger todos los aspectos de la vida, o esta -la vida- es algo mucho más rico y plural que el articulado de una ley. De hecho, la ley anda siempre a la caza de la realidad, siempre cambiante y movediza. Por eso las necesarias interpretaciones de la misma, y los beneficios que obtienen los espabilados de turno y los que poseen más medios para pagar a interpretadores de la misma.
Y también extraigo dos consecuencias importantes. La primera es que las leyes han de referirse solamente a la parte de libertad que han dispuesto ceder los ciudadanos, y no al resto; lo demás ha de ser particular y personal. La segunda es que la ley ha de buscar como fin la defensa y la libertad del ciudadano individual frente a los demás.
Por eso, solo se puede juzgar positivamente y dictar penas sobre aquello que está en la ley, los juzgadores tienen que ser distintos a los legisladores y la pena debe orientarse siempre a la recuperación del individuo, si no, se convertirá en venganza, y no se me alcanza qué bien puede producir esta.
También estos principios -aunque creo que tienen un alcance universal- me tienen que servir para el asunto nimio de mi plaza, por más que bien me gustaría encerrar en la jaula a más de uno. Y a más de dos.
1 comentario:
Creo que en estos casos se debiera aplicar la utilidad para una mayoría si se decide en forma de firmas o referéndum...a veces esa mayoría va en contra de nuestros principios pero ese es el riesgo de vivir en sociedad.
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