Necesito
repetirme y repetirme las veces que haga falta que la vida se teje entre
algodones, entre brazos cercanos y sencillos, que la Historia no es nada si no
es en la Intrahistoria, que el mundo sí se arregla desde los grandes principios
pero que estos están solo al alcance de unos pocos y que es en la aplicación
diaria y sencilla de esos principios cuando la satisfacción se hace presente o
el enfado se crece si no andamos con tino.
Llevo
una semana dedicado tan solo a mi familia y reafirmo de nuevo que estos son mis
parámetros, que nada mejor que mis allegados para darme a la vida y olvidarme
de todo lo que dicen que tiene importancia para quedarme con lo realmente
importante, que unos brazos de niño son más fuertes que cualquier bomba que
amenaza, que la sonrisa y el perfil de los que quieres son tu propio perfil y
en él te sientes concernido y animado.
Han
estado con nosotros nuestros hijos y nuestros nietos, algo tan sencillo y
repetido como la reunión de los componentes de una familia cualquiera en estas
fechas de Navidad. Y puedo jurar que no he sentido ninguna molestia física, que
me he levantado todos los días con ánimos renovados, que he estado siempre
dispuesto a salir a la calle para cubrir cualquier necesidad, que he ido a
dormir el último y me he levantado el primero para recibir con mis brazos
abiertos a mis nietos, que he reído y me he emocionado con mi nieto en los
brazos, con su inocencia absoluta, con su sonrisa continua y con su expresión
de contento, con sus escasos meses a cuestas en los que va descubriendo los
movimientos de sus pequeños deditos y sus sonidos, con sus primeros signos de
interactuación con los demás, como si afirmara la necesidad de recordar a los otros
que él también está en el juego de la vida.
Y
he pintado y leído con mi nieta, Sara, que, a sus cinco años, ya conoce algunas
de las herramientas principales para moverse por la vida y que parece tener el
don especialísimo de la curiosidad por conocer cosas, ese signo que distingue a
unos seres de otros y que conforma a los más inteligentes e intensos en el
mundo. Y he hablado con ella y la he visto celosilla de su hermano pequeñín,
ella que ha sido princesa y ahora es reina pero que tiene que compartir el trono
con un hermano real.
Y
me he sentado a la mesa para compartir risas y charlas con mis hijos, con mis
dos hijos y con mi nuera, mi otra hija; y he aprovechado, incontinente, para
seguir soltándoles mis rolletes vitales y para animarles en este camino de cada
uno por la vida y por la sociedad en la que habitan.
Y
creo que todos hemos certificado una vez más que nada como el viejo lema de
este viejo gruñón que, a pesar de todos los pesares, solo quiere querer y ser
querido. Por todos, pero sobre todo por los más próximos en biología, en
afectos y en ilusiones.
Y
he comprobado, otra vez, que el lado negativo llega cuando el pasillo se queda
vacío y las habitaciones no se llenan, cuando no se oyen los sonidos
incipientes de mi nieto pequeñín, ni las palabras o las risotadas de Sara jugando
con cualquiera de nosotros.
Es
verdad que yo, así, en la serenidad del silencio, puedo volver a mis lecturas y
a ver el mundo desde mi terraza con alguna pausa y con algo de tranquilidad. Pero
la pasión está en los días pasados, en la vida manando a cada instante, en la
certeza de la existencia de esos seres a los que puedo ir sin pedir hora y a
los que les abro la puerta sin que siquiera llamen. Una sonrisa de Rubén o un
rato con Sara valen mucho más que toda la Ética protestante y el espíritu del
capitalismo de Max Weber cuyas páginas voy a abrir enseguida.
Ahora
no estoy precisamente eufórico, pero sé que me habitan posos que me levantarán
cada día cuando me recuerden que tengo que querer y tengo quien me quiere. Soy
rico de verdad y esto me salva.
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