“Un otoño
romano” es el título de la última
entrega de Javier Reverte. Lo he leído con deleite porque me ha llevado de la
mano del recuerdo a las calles, a las gentes y a todo el inmenso mosaico de
arte que es Roma.
He estado un par de veces en Roma, pero ya han pasado
algunos años desde la última vez y las imágenes se me han ido espaciando. Y eso
que permanecí una semana larga en cada una de las dos ocasiones.
El libro de Javier Reverte (no confundir con Arturo
Pérez Reverte) está pensado, concebido y escrito como un diario, y aprovecha
una estancia becada de unos meses en el Colegio de España. Qué suerte tener una
estancia gratis o barata, tiempo suficiente para perderse por los recovecos e
interiores de la ciudad eterna y después recrear las sensaciones en un libro.
Conviene acercarse a las páginas del texto con dos condiciones. La primera es
la de la rendición sensitiva previa ante la posibilidad de la aparición de lo
grande, de la historia de las historias, del resumen del arte de todo tipo, y
de un tufillo religioso especial que adorna y que envuelve toda la ciudad. La
segunda es la de tener a mano un buen álbum de fotografías de elementos
artísticos de la ciudad. El autor los recorre y los evoca. Verlos es necesario,
aunque después demos paso a la imaginación y los acomodemos a nuestras
exigencias personales.
De repente se me infla, como un globo de colores que
me llena el corazón, la imagen de la Pietà a la entrada de San Pedro. Su visión
ha representado una de las dos ocasiones en las que literalmente he perdido el
sentido y la orientación del tiempo y del espacio, hasta el punto de que quedé
totalmente despistado de mis acompañantes y los tuve que buscar después de
mucho tiempo por las calles de Roma. Ese hermosísimo Cristo yacente en manos de
su madre, una joven casi de menor edad aparente que el hijo, todo desplomado,
sin sentido de la gravedad y en actitud de ternura inmensa y a la vez
serenísima… Ahora mismo se me abren las carnes en el recuerdo y en las
sensaciones que me invadieron y que me dejaron inválido, disperso y perdido de
mí mismo y de los demás.
Pero se me agolpan las imágenes del Moisés, tan seguro
de sí mismo, tan absoluto y tan potente, pero con esa mirada hacia afuera en la
que parece descubrirse cierta desconfianza y hasta un reproche hacia alguien,
tal vez por el peso que se le viene encima con el asunto del decálogo que
sujeta con su mano derecha. Es un coloso de la perfección. No me extraña la
anécdota, cierta o falsa, de que el autor le tirara el martillo al verla terminada
y le conminara con la imprecación de “Habla”. No sabemos lo que habría dicho en
caso de hablar; o tal vez sí que habla en realidad y nos diga muchas cosas.
Pero es que Roma es todo. Son sus palacios, sus
iglesias, sus pinturas, su Coliseo, su historia, sus arcos de triunfo con sus significados,
su cultura, su lengua, sus papas y su
iglesia, son sus gentes y su arquitectura, es su tráfico endemoniado y casi
imposible, es su extraño equilibrio entre el caos y la esperanza de salir
siempre del atolladero, es el río y son sus barrios, es su renacimiento y su
barroco, es su dispersión y su orgullo de conjunto, es la bohemia y la rutina,
es el cielo y el suelo…
Y los nombres propios se agolpan pidiendo paso. Los
pintores, los escultores, los escritores, los religiosos, los arquitectos, los
emperadores con sus imperios, los políticos de diversa traza… y hasta los
nombres de gentes populares pero eternas para la historia. Y las personas
concretas que tanto me sirvieron de guía y de acompañamiento…
Y se agolpan también los numerosos elementos que
suponen el legado de Roma como imperio par la historia de occidente.
Y, ante tanto recuerdo, se imagina uno una visita más
a la ciudad de todos, a la ciudad del mundo. Debería ser algo más que un deseo.
Y no debería cumplirla solo porque alguien más desea hacer el viaje conmigo.
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