De vuelta al engordamiento de los títulos: -itis =
engorde, exageración, inflamación…
Hoy los títulos se componen y se conforman con una
suma de créditos, que tienen procedencia muchas veces extraña y estrafalaria:
no es raro encontrarse con alguien que completó su grado de Derecho con algún
crédito de hípica, por ejemplo. En este plan, el asunto de la creencia se
debilita, y la variedad se convierte en esnobismo y en tontería simplemente.
Pero el caso es que el que resiste vence, y no hay
como aguantar y presentarse alguna vez más a cualquier examen para terminar un
día cualquiera con un título oficial
entre las manos. Y, una vez conseguidos, todos valen lo mismo. Igual da el del
alumno aplicado, curioso, atento, trabajador, constante en el esfuerzo…, que el que lo recogió casi porque pasaba por
allí.
El acceso a la cultura no es exactamente lo mismo que
el acceso al título. A veces parecen casi sucesos contradictorios. ¿Quién no
conoce a gente cargada de títulos y a la vez incapacitada mental y socialmente?
¡Y cuánta gente sin título razona con precisión, curiosea, piensa y ofrece
argumentos sólidos!
Aún se ofrecen otras variables que empeoran el
panorama en el asunto de los títulos. Es un pequeño esquema en el que he
reflexionado ya en alguna ocasión. Se me ofrece esquemáticamente así:
a)
Supongamos que
todo el mundo tiene las mismas oportunidades para acceder a los estudios que
faciliten como colofón la obtención de un título oficial. Es mucho suponer,
pero sea.
b)
Supongamos que el
grueso del alumnado se comporta en esfuerzo de manera homogénea, lo cual es
mucho suponer.
c)
Demos por hecho
que las distintas capacidades producen expedientes distintos y que estos nos
dan índice de quién está un poco mejor y un poco peor preparado.
d)
¿De aquí se
extrae la evidencia de que la sociedad “coloca” a cada uno, según su capacidad,
en los puestos adecuados? No parece si extendemos la vista por ahí y
describimos los desajustes que se producen entre gente bruta forrada y gente
inteligente sin actividad o con actividad poco cualificada.
e)
Si, a pesar de
todo, se cumplen correctamente los apartados anteriores, ¿qué otra cosa haremos
sino reproducir el sistema injusto y desigual en el que vivimos, con todas sus
injusticias, aristas y carencias?
El asunto parece, por tanto, algo más complejo, y tal
vez hay que indagar en otros predios y en otras variables que nos puedan dar
unos resultados más sólidos y permanentes.
Ordenar la enseñanza y la educación de otra manera
acaso implique reconsiderar nuestra escala de valores y participar de nuevo
todos en su mejora. No es fácil.
No está claro que todos tengamos que ser
universitarios, sin que por ello tengamos que renunciar ni a la curiosidad de
la formación permanente ni a la dignidad de todos por el hecho de ser personas.
El acceso que los títulos nos pudieran dar al mercado y a la acomodación social
habrá que completarlo y hasta suplirlo por otros elementos de eficacia,
competencia, etc.
Pero esto exige una nueva escala de valores, una
sociedad nueva. Y eso parece un plato con mucha comida. Y nos da miedo a la
indigestión. Incluso en Navidad.
Claro que, a la vista de todos los que se excluyen a
la primera ocasión del esfuerzo y del gozo de la educación, tampoco nos puede
extrañar demasiado que aparezcan los que exhiben el título como sinónimo de
esfuerzo y, por tanto, de exigencia de algún privilegio. Los que a la primera
de cambio se dejan ir y se apartan, nos estropean a todos las ganas del cambio
y la ilusión de algo nuevo y distinto. Es pobre el argumento, pero es. Como es
mísero todo el mundo burocrático comparado con la satisfacción que producen el
conocimiento, la curiosidad, la presencia constante del porqué de las cosas, la
educación permanente que no se jubila nunca y el saber que cuanto más se sabe
más queda por conocer y por degustar. Ahí está el mejor título.
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