martes, 15 de marzo de 2016

O SEA, QUE...


¿Qué conclusiones sacar de todo este asalto continuo y despiadado, de esta lucha sin pausa por la supervivencia y por el deseo de una vida personal un poco más gozosa y productiva, y por una vida en común menos enfrentada, más cordial y que apunte algo más hacia la felicidad?
Es evidente que el mundo de la economía engloba tantas variables, que no es extraño que los propios economistas anden a la greña entre ellos, que no acierten ni con los pronósticos ni con los diagnósticos, que fallen más que una escopeta de feria y que nos traigan a todos en la inseguridad y en la extrañeza: Las necesidades nunca las vemos del todo cubiertas pues, cuanto más poseemos, más nos ponen a nuestra vista para que sigamos deseando cosas; el “prestigio” mal entendido nos tiene con un ojo de través mirando lo que sucede a nuestro lado e imitando casi todo; en la escala de valores general, se da mayor importancia a cualquier ser humano de negocios que al mejor intelectual; los créditos nos someten a su ritmo y a su escala de valores durante toda nuestra vida; situamos en distintos niveles de exigencia a lo privado y a lo público, como si no formaran parte de un todo comunitario; la realidad física, e incluso la monetaria, en nada se compadecen con la especulación de los mercados; las políticas monetarias (conservadores) y las fiscales (liberales y socialistas) se enfrentan en gobiernos y programas; el vaivén de los impuestos y todo lo que ello supone; la orientación, o no, del crecimiento económico; la concentración orientada o no de las inversiones; la presencia mayor o menor del capital público; la plena ocupación, los subsidios; el control de la inflación; el necesario equilibrio entre producción y consumo…
Todo esto y mucho más nos conduce a un ajuste o a un desajuste del equilibrio social. Porque una sociedad puede ser más o menos rica (casi todas son opulentas si tomamos como referencia las necesidades reales y no las inventadas e inducidas por los productores), pero lo que no se puede permitir es un desajuste acentuado entre sus componentes. Esa es la mayor injusticia existente. Para ello acaso tendríamos que intervenir en algunos apartados con fuerza y decisión. Se me ocurren dos esenciales. El primero tiene que ver con las ideas; el segundo, con las personas. No se adivina cómo puede entenderse una teoría económica decente si no es desde una base claramente ética, con base en unos valores claros que busquen la mejora y la felicidad no en una persona concreta frente a las demás sino en la comunidad, de tal manera que las leyes y las acciones se supediten y aspiren al logro de ese fin. Como la ética la conciben y la practican las personas, nada hay mejor que la inversión en el material humano. Por eso, de nuevo, se dibuja la inversión en educación como la más productiva para el ser humano individual y para la sociedad que lo acoge. Ética y educación: dos patas del mismo banco, de un banco que quiere ser sólido y duradero, de un banco en el que sentarse con confianza y con espíritu positivo.
Váyase, pues, el mito de la producción de paseo y tarde en volver; no para despreciarlo, sino para colocarlo en su sitio, un sitio segundón y ancilar, mirando a ver qué le piden y callándose en lo demás. Preferimos personas sin empleo y asistidas convenientemente, como otros más de la sociedad, a productos sin sentido y dueños de nuestras necesidades en un consumo desatado y sin fin. El concepto de pobreza cambiaría de cabo a rabo y, en buena medida, se eliminaría, las relaciones laborales y los horarios tal vez serían muy diferentes…, y el mundo cambiaría un poco su faz para ponerse un rostro algo más lavadito y limpio.

Pero eso es tal vez un sueño infantil, o un deseo que solo vive en la imaginación.

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