¿Qué conclusiones sacar de todo
este asalto continuo y despiadado, de esta lucha sin pausa por la supervivencia
y por el deseo de una vida personal un poco más gozosa y productiva, y por una
vida en común menos enfrentada, más cordial y que apunte algo más hacia la
felicidad?
Es evidente que el mundo de la
economía engloba tantas variables, que no es extraño que los propios
economistas anden a la greña entre ellos, que no acierten ni con los
pronósticos ni con los diagnósticos, que fallen más que una escopeta de feria y
que nos traigan a todos en la inseguridad y en la extrañeza: Las necesidades
nunca las vemos del todo cubiertas pues, cuanto más poseemos, más nos ponen a
nuestra vista para que sigamos deseando cosas; el “prestigio” mal entendido nos
tiene con un ojo de través mirando lo que sucede a nuestro lado e imitando casi
todo; en la escala de valores general, se da mayor importancia a cualquier ser
humano de negocios que al mejor intelectual; los créditos nos someten a su
ritmo y a su escala de valores durante toda nuestra vida; situamos en distintos
niveles de exigencia a lo privado y a lo público, como si no formaran parte de
un todo comunitario; la realidad física, e incluso la monetaria, en nada se
compadecen con la especulación de los mercados; las políticas monetarias
(conservadores) y las fiscales (liberales y socialistas) se enfrentan en
gobiernos y programas; el vaivén de los impuestos y todo lo que ello supone; la
orientación, o no, del crecimiento económico; la concentración orientada o no
de las inversiones; la presencia mayor o menor del capital público; la plena
ocupación, los subsidios; el control de la inflación; el necesario equilibrio
entre producción y consumo…
Todo esto y mucho más nos conduce
a un ajuste o a un desajuste del equilibrio social. Porque una sociedad puede
ser más o menos rica (casi todas son opulentas si tomamos como referencia las
necesidades reales y no las inventadas e inducidas por los productores), pero
lo que no se puede permitir es un desajuste acentuado entre sus componentes.
Esa es la mayor injusticia existente. Para ello acaso tendríamos que intervenir
en algunos apartados con fuerza y decisión. Se me ocurren dos esenciales. El
primero tiene que ver con las ideas; el segundo, con las personas. No se
adivina cómo puede entenderse una teoría económica decente si no es desde una
base claramente ética, con base en unos valores claros que busquen la mejora y
la felicidad no en una persona concreta frente a las demás sino en la
comunidad, de tal manera que las leyes y las acciones se supediten y aspiren al
logro de ese fin. Como la ética la conciben y la practican las personas, nada
hay mejor que la inversión en el material humano. Por eso, de nuevo, se dibuja
la inversión en educación como la más productiva para el ser humano individual
y para la sociedad que lo acoge. Ética y educación: dos patas del mismo banco,
de un banco que quiere ser sólido y duradero, de un banco en el que sentarse
con confianza y con espíritu positivo.
Váyase, pues, el mito de la
producción de paseo y tarde en volver; no para despreciarlo, sino para
colocarlo en su sitio, un sitio segundón y ancilar, mirando a ver qué le piden
y callándose en lo demás. Preferimos personas sin empleo y asistidas convenientemente,
como otros más de la sociedad, a productos sin sentido y dueños de nuestras
necesidades en un consumo desatado y sin fin. El concepto de pobreza cambiaría
de cabo a rabo y, en buena medida, se eliminaría, las relaciones laborales y
los horarios tal vez serían muy diferentes…, y el mundo cambiaría un poco su
faz para ponerse un rostro algo más lavadito y limpio.
Pero eso es tal vez un sueño
infantil, o un deseo que solo vive en la imaginación.
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