Porque negar el estado de cosas
es sencillamente desconocer la realidad y esconder la cabeza debajo del ala.
Las televisiones están llenas de intermedios con propaganda, y esta solo se
hace de aquellos productos que poseen detrás una base económica importante que
puede pagar el bombardeo propagandístico y repercutirlo a la vez en el
producto, ese que paga cualquier consumidor; los escaparates andan repletos de
papeles anunciando rebajas; los buzones se atacan con panfletos llenos de
colores con idéntica intención, los comerciales porrean puertas a cualquier
hora con tal de hacer algún cliente de tal o cual marca; los telefonistas
agujerean los oídos con su voz entrenada para el fin de persuadir, mientras los
pobres se llevan desaires a cada instante; o, en fin, cualquiera te asalta por
la calle, cuando paseas tranquilamente empujándote casi para que pases a comer
en tal o cual restaurante. Todo es puja y competitividad, propaganda del
producto y asalto a la paz del consumidor.
Se plantea enseguida una pregunta
que tiene que ver con la duración y con la intensidad de esa propaganda y con
esa publicidad. Parece evidente que el productor tiene que aguzar el ingenio
cada día más para conseguir ese convencimiento psicológico que lleva al
consumidor a la tienda para comprar su producto. Los productos propagandísticos
son formalmente fantásticos. Pero el ingenio no sabe siempre de perfecciones técnicas.
Muchas veces el éxito de un anuncio depende de elementos muy azarosos y
externos a los cánones de la publicidad. Sea como sea, el acaso es que el
mecanismo de persuasión tiene que andar siempre a la cuarta pregunta, tratando
de sorprender y de impresionar. Y por eso, otras palabras del economista: “En
una sociedad en la que el virtuosismo en la persuasión debe mantenerse al mismo
ritmo del virtuosismo en la producción, uno tiene la tentación de preguntarse
si el primero puede mantenerse siempre por delante del primero”. Porque es que
habíamos quedado en que el producto era el que creaba la necesidad y no al revés.
Uno, desde la cartilla de
parvulitos de la economía, tiende a pensar que ambos virtuosismos se dan la
mano y se retroalimentan. Sea como sea, el caso es que a los consumidores nos
tienen metidos en una turbina que da vueltas a un número de revoluciones cada día
mayor, y que, en esa locura, nos movemos al ritmo que nos marcan desde esa
fuerza motriz que es todo ese mundo que se nos mete por los ojos y por los demás
sentidos, sin que tengamos tiempo ni capacidad siquiera para poder describir lo
que se nos ofrece, y mucho menos para pensar en sus bondades o maldades. Del
turbinado salimos casi todos un poco mareados. Los consumidores normales, los
pequeños comerciantes y todo el que tiene que someterse a cualquier
endeudamiento inducido por el número de necesidades nuevas que nos van
inventando y que nos dejan a la intemperie y endeudados económica y moralmente,
para que nuestra vida termine siendo un pago a plazos a la cola de cualquier
lugar en el que se expiden necesidades y mundos irreales en imágenes, créditos
o vencimientos inmediatos.
Y así día tras día. Hasta que
este sistema diga basta porque se sienta agotado y absolutamente loco y sin
futuro.
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