A las nubes se suben los curiosos
en busca de estrellas y de fuegos en el universo. Las nubes interceden entre el
calor y el frío, entre el agua y el fuego, entre la luz y la oscuridad. A veces
las nubes se acercan a la tierra y lloran al ver los estragos que en ella se
causan. La lluvia es un eco de un lloro más extenso de alguien que puebla el
universo. Hay palabras que atraen a las nubes y otras de las que huyen. Falta
aún un vocabulario completo de palabras antinube y de palabras amigas de las
nubes; tal vez por eso no entendamos por qué van y vienen de manera tan
caprichosa, se algodonan o se oscurecen, se enfadan o se difuminan. Las aves
son los animales que más se acercan a ellas, en una curiosidad no desvelada,
pues muchas de ellas se quedan a dormir entre sus sueños y, cuando regresan,
son ya seres distintos y confusos: a veces pierden las alas y los picos.
Pero las nubes no solo son puerta
de entrada en el universo; también abren la ventana para que por ellas se asome
Dios a contemplar al ser humano. A veces se adormila entre sus capas, al calor
tibio y agradable de las mismas, o se enfada y llora, o nos tira piedras en
forma de tormentas y de granizo. Cuando se calma y ríe, se deja en copos
blancos lentamente, como si le diera pereza llegarse hasta nosotros. Desde las
nubes, Dios observa y juega al escondite con esos seres vivos que pueblan las
aceras; la noche no es más que una nube más densa y permanente. A veces se las
ha visto disfrazadas en forma de cisne en los estanques; en ellos se remansan,
se miran, se remiran y nadan sobre ellas mismas, reflejadas en el fondo de las
aguas.
Las nubes son el sitio desde el que Dios se siente
desconcertado al mirar a los seres humanos y no entender cómo es posible que
les haya dado la capacidad del libre albedrío y que el desarrollo del mismo
produzca a veces monstruos que no encajan en su bondad eterna e infinita.
Muchas tardes lo veo triste y hasta acongojado en una nube que hay en un cielo
cercano; mira hacia el suelo y enseguida vuelve los ojos hacia el cielo; quiere
bajar y no puede; sube y el peso lo empuja a descender; anda indeciso el pobre
y me da la impresión de que algo se le ha ido de las manos y ahora no sabe cómo
arreglarlo. A veces me dan ganas de acercarme y de devolverle mi libre
albedrío, de pedirle que se quede con él y que, desde su poder y su bondad,
arregle los desaguisados y encajemos todos en un estado más dichoso y
satisfecho. Incluso he llegado a preguntarle si él posee libre albedrío.
Porque, si lo poseyera, bien podría cambiar alguna decisión (después de haberla
pensado bien, eso sí) y cambiar el rumbo de la Historia, y de las historias.
Anda pensativo y no acaba de darme contestación. Seguiré subiendo a la nube a
preguntarle.
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