“Hay blasfemia que se calla
o se trueca en oración;
hay otra que escupe al cielo,
y es la que perdona Dios”.
Son palabras de una saeta de Abel Martín, aquel primer
figurante de Juan de Mairena y de don Antonio Machado. En ellas se incita a
hurgar en el valor de la palabra y en la conveniencia o inconveniencia de
callarla o de darla al aire y compartirla. Y, si la palabra no es más que el revelado
del pensamiento, y la imagen y la metáfora las acotaciones y las puestas de
largo de las ideas, ¿cuáles son las leyes que pueden prohibir su salida al
mercado y a la fiesta de la creación?
La palabra nunca es buena ni mala; lo pueden ser sus contextos,
los valores añadidos, las intenciones y las aviesas interpretaciones que de
ella hagamos como receptores, lectores o recreadores. Pero es que ahí se halla
precisamente su efecto multiplicador.
Tengo para mí que, incluso en el caso de transformarla en oración
(sea para rezar o para rezongar), es decir, de quitarle el tono externo, la
palabra adquiere otro sonido, otra sonoridad tal vez más ajustada y
complaciente, ese terciopelo con el que roza el corazón y la mente de quien se
ha quedado con ella como dueño único para rumiarla y para dialogar sin ser
molestado por los demás. Quiero decir que, en definitiva, la palabra nunca se
calla ni está en silencio.
Por lo demás, si la palabra fluye como el río, aunque vaya
cuesta arriba y contra corriente, termina por asentarse y por desinflar la
hinchazón de malestar que contenía el silencio. Su aplicación tanto tiene que
ver con el dios de la blasfemia (otra vez para orar o para rezongar) como con
el ser humano al que le falta diálogo y expresión de sentimientos.
¿Por qué tantas veces el silencio, si con la palabra se
podrían solucionar tantos malos entendidos y tantos desajustes que ensucian la
convivencia entre nosotros? Si hasta Dios perdona las blasfemias, ¿qué no
podemos hacer nosotros si los otros se acercan a ofrecernos su visión de las
cosas a través del valor impreciso pero noble de las palabras?
Nada impide, no obstante, el uso educado y bienintencionado
de las mismas. Que cada cual proponga su discurso y entre todos buscaremos lo
mejor de cada uno para sumarlo y darles claridad a los vaivenes de la vida. Todo
lo demás es poca cosa y pelillos a la mar.
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