sábado, 16 de septiembre de 2017

DE UN PASEO FRUSTRADO


La tarde invita a pasear: la temperatura es agradable, estoy algo cansado de leer y necesito pasear y que mi cuerpo se active… Vamos a ello.
Cuando cierro la puerta de mi casa y quiero llamar al ascensor, me encuentro con el piloto en color amarillo, lo que me indica que alguien lo está utilizando. Espero un momento. Enseguida me doy cuenta de que algún vecino dialoga en voz muy alta con el del piso de al lado y debe de tener la mano en la puerta sin dejar que esta se cierre. Aguardo otro poco y decido golpear para que lo dejen libre. Se apaga la conversación y el botón se oscurece. Ahora puede subir hasta donde lo espero.
La puerta de la calle me aguarda abierta del todo: alguien la ha dejado así al salir, como si nada le importara la privacidad del portal. Menos mal que hay poco que guardar y por aquí la gente no suele meterse donde nadie la llama. Pero me doy de bruces con un coche que se halla estacionado justo enfrente del portal. El conductor debe de ser un aplicado geómetra pues lo ha colocado exactamente en el lugar preciso, de tal manera que impide el aparcamiento de otro vehículo tanto por delante como por detrás. Todo para él y para su coche. Levanto la vista y observo que algo parecido ocurre en otros dos lugares de esta pequeña plaza. La forma en que se estaciona un coche y se conduce sirven ya como símbolos de la manera de ser y de comportarse de cualquier persona. Prefiero no glosar este hecho.
Ya me esperan las voces de un grupo de muchachos -casi niños- que se alborotan sentados en un banco y que son capaces de dar voces y de jugar cada uno con su móvil, como si tal cosa. Acelero el paso para salir cuanto antes de la plaza. Quizás no debía hacerlo pues enseguida me asustan dos coches que bajan por la calle a toda velocidad y con la música a todo volumen, como si fueran gallos que se pavonean en un corral de gallinas. Me quedo mirándolos y suelto algún improperio para mí mismo, pues ellos ni me oyen ni me escucharían si me oyeran. Casi mejor así pues algún día me buscaré un disgusto en la respuesta que me puedan dar.
En este estado de ánimo ya alterado, prefiero poner rumbo hacia el campo. Santa Ana es un lugar cercano, tranquilo y delicioso en su verdor y en su sombra. Venga, vamos. Cuidado con la carretera porque la limitación de 50 km por hora no es siempre respetada y el cruce de paso de cebra se puede volver peligroso. Esta vez no: dos vehículos, uno en cada dirección, reducen su marcha y amablemente esperan a que crucemos hacia la otra acera. El camino nos espera y el sol nos da de frente pues ahora su arco está ya casi cumplido y sus rayos vienen directamente hasta nuestros cuerpos. Pronto, la sombra y el fresquito del paraje.
Queremos sentarnos y lo hacemos bajo uno de los plátanos altos y umbrosos que allí abundan. Qué tranquilidad, qué ambiente para la charla y para el recuerdo. Aquí se está muy bien.
Por poco rato pues no han pasado ni cinco minutos cuando un grupo de muchachos de edad indefinida sale de un coche y cruza por todo el verde del jardín sin importarles lo más mínimo el respeto a la zona sembrada. Estoy seguro de que no tienen conciencia de que lo que hacen no está bien. Deduzco que su conducta, así, es imposible que se mejore. Con ellos salta por donde quiere un perro que asusta por su aspecto y que se mueve cerca de nosotros. Enseguida empiezan su conversación en un tono altísimo y esparcen por el suelo latas de cerveza vacías, bolsas de pipas y otros envases. La misma falta de conciencia de hace unos minutos.
No son ellos solos. Lo mismo hacen otros dos grupos en menos de diez minutos. Los perros se enzarzan en una pelea de ladridos sin control y aquello se convierte en un pabellón de locos.
Decidimos volvernos y abandonar aquel paraje en el que tan bien se estaba en silencio. A la vuelta (tal vez sería por la hora), dos coches cargados también de jóvenes nos asustan con la velocidad a la que corren por la estrecha carretera.
Aceleramos el paso de vuelta a casa. Pronto llegamos a la plaza. Esta vez la puerta está cerrada y el ascensor descansa libre. El sillón ahora era más reparador que otras veces. Un suspiro de alivio se me escapa de la boca.

Por unos momentos pienso si mi condición es la de misántropo. No escribiré lo que me contesto.

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