“Y estamos en diciembre, que hasta
enero…”. Así cantaba en un verso Miguel Hernández en su majestuoso “Silbo de
afirmación en la aldea”. No es el caso, es septiembre, pero sirve lo mismo.
Ahora la realidad se hace más
chica, se deja manejar a ras de tierra, se divide en bolsitas de la compra y
vuelve al devaneo de cada día. Y la conciencia torna a recordarse y a vestirse
de nuevo en sus horarios, a despertar los hechos más frecuentes y a dejarse
llevar por lo más nimio.
Estamos hechos socialmente de
paradas y ensayos, de caminos y asientos, de impaciencias y calmas. Este país
de locos empieza a practicar su vaciado, a ponerse su segunda piel y a volver
la mirada hacia sí mismo. Qué enorme desajuste cada año, qué vaivén sin
sentido, qué forma de almacén descontrolado. ¿Qué habrá hecho cada cual en
estos meses? ¿Alguien podrá pensar por un momento que, sin un crecimiento
sostenido y un reparto de acciones durante todo el año, esto no tiene cura ni
salvación posible? ¿Nos vamos a seguir riendo cuando alguien proponga la
necesidad de un nuevo modelo de crecimiento mirando a largo plazo? Lloro con
Goytisolo: “De todas las historias de la historia…”
Yo he andado entre amigos y
calores, entre abrazos de muchos familiares, entre menos lecturas que otras
veces (sobre todo en agosto: tan solo cinco libros), entre escasa escritura y
poca reflexión, entre mucha fanfarria de elementos de fuera. No sé si es buen bagaje:
tampoco me preocupa demasiado: quod factum, factum.
En los últimos días he vuelto a
confrontar páginas llenas de conceptos distintos y alejados: mitología griega y
descripción somera de la situación en la que se halla la conquista científica
del cerebro. Con ambos textos se me ha representado con nitidez la línea de la
historia más extensa. Desde un miedo celeste (por el juego sin pausa de los
dioses) hasta bajar con recelo al ser humano (aquella Edad Moderna), vuelta a
meter empeño en el espacio con la luna y los astros (viajes y exploraciones) y
fuerzas selectivas para tornar al fondo de uno mismo (la técnica y la ciencia
más modernas).
He dicho selectivas y no sé si me
pierdo en eufemismos. Porque son muy escasas las ayudas y las consideraciones
para los que gastan esfuerzos en el intento hermoso y decisivo de entender los
prolijos engranajes de esa máquina enorme y formidable que llamamos cerebro. Y
otro tanto sucede con aquellos que apasionadamente gastan su vida entre ensayos
y análisis de elementos y principios básicos. El gasto y el empeño anda a
tiempo completo en ronaldos y mesis, en regiones y patrias, en dioses de papel
y pacotilla que cargan en su nombre millones de personas abatidas sin razones
ni causas.
Qué torpes somos todos y qué imbéciles.
No debí decir todos, me arrepiento. No lo son los que se afanan en desentrañar
los misterios biológicos y químicos, sociales y psíquicos que explican nuestras
vidas, que dignifican y elevan hasta categoría superior a todo ser humano por
el hecho de serlo, los que vuelven su afán y ponen sus ojos a la luz de su interior,
de lo que tienen dentro y no conocen todavía, de lo que sirve a todos y a todos
se les da sin distinciones. Gracias a todos ellos. Con ellos deberíamos volver
serenamente a abrir nuestras conciencias y a alzar muestras miradas.
Llegaríamos más lejos y habría menos rencillas y cuchillos.
Venga, que ha llegado septiembre y
hay mucho que arreglar. Cada uno sabrá en qué puede ayudar y cuál es su tarea.
Vamos.
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