HIJAS DE CÉCROPE: LA ENVIDIA
Contemplaba los campos en su
vuelo,
como en noche de copas por
los bares,
el volador Mercurio,
cuando vio a las doncellas
que, adornadas,
llevaban en sus cestas
ofrendas de guirnaldas:
vestidos ajustados a sus cuerpos,
los labios asomados al
deseo.
Ávido alrededor de su
esperanza,
que pasión ha inflamado,
se aproxima hasta Herse
con porte de quien luce
la cruel seguridad de su
belleza:
la clámide se ajusta, los
cabellos
se peina y enseña el caduceo
cual símbolo de fuerza y de
poder.
Pándroso, Aglauro y Herse
ocupan los tres lechos de la
casa.
El amor incendiado de
Mercurio
de Aglauro solicita dulce
ayuda
a cambio de amplia paga de
oro rubio,
para acceder al lecho
donde reposa Herse.
Minerva, que, en su pecho,
agita la alta égida,
sabedora reciente
del escaso valor de las
promesas,
acude hasta la Envidia,
comedora insaciable de
serpientes,
escuálida de cuerpo, aviesa
la mirada,
pechos verdes de hiel, la
risa ausente,
devora y se devora sin
descanso:
“Que tu ponzoña infecte
a Glauro, hija de Cécrope”.
Envidia cumple órdenes
y llena las entrañas
de Glauro con ponzoña,
e insufla los dolores
de los celos por Herse,
su venturosa hermana.
Ahora quiere morir
para no ver los besos del
amor
ni los dulces gemidos de
otra cama.
El paso de Mercurio hasta la
casa
intenta vedar Glauro:
nunca el amor cedió a fuerza
de envidia.
Sus rodillas se enfrían,
las venas se le secan sin la
sangre
y la voz se oscurece hasta
el olvido.
Una estatua sedente la
recuerda,
eterna suplicante del amor
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