Ley: “Precepto dictado por la autoridad
competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para
el bien de los gobernados”. Es la tercera acepción que recoge el diccionario académico.
Nuestra vida se rige por un número reducido
de conceptos que nos orientan en un comportamiento personal y social. Hoy este de
la ley es el que acaso esté más de actualidad: se suceden juicios conocidos por
todos o se concretan procesos políticos que a todos nos traen de cabeza y a mí
me desasosiegan tanto como me hastían.
Nos referimos, por supuesto, a las
leyes positivas, no a las que podrían derivarse de un supuesto derecho natural.
Ese es asunto peliagudo y no encuentra acomodo en las líneas de hoy.
Los seres humanos en comunidad
acuerdan códigos por los que regirse y a los que atenerse en caso de conflicto.
Su confección la realizan los representantes políticos (poder legislativo) y
las interpretan y sancionan los jueces y magistrados (poder judicial). El
esquema general es tan sencillo como este.
Hay, sin embargo, consideraciones
que inmediatamente se ponen al alcance para ser tenidas en cuenta. Destaquemos
un par de ellas.
La primera tiene que ver con la
confección de esas leyes. En la propia definición se recoge que es “para el
bien de los gobernados”. Otros fines espurios anularían la bondad de esos
preceptos. Pero, incluso si la intención es la mejor, se corre el riesgo de no
atinar con la perfección en esas reglas.
La segunda hace referencia a la
indigencia de los contenidos de las leyes y de las palabras y artículos en los
que se recogen y formulan. Si las palabras son por naturaleza imprecisas y
vagas, ¿cómo pueden ser interpretadas ad pedem literae? Y aún más importante,
¿cómo se puede recoger toda la diversidad y riqueza de la vida en un código,
por muy atinado que sea?
Parece que de ello puede deducirse
que, sin una interpretación atinada, pero sobre todo llena de sentido común y
de buena voluntad por las partes, el conflicto está servido.
Quiere servir la reflexión para
cualquier situación en la vida, pero a nadie se le escapa que la mente anda
puesta ahora en el conflicto catalán. Ya he expresado mi opinión hace tiempo.
En casi nada la he cambiado. Sin el referente de la ley, nada podemos hacer;
sin una interpretación ajustada a la comprensión, a la buena voluntad y al bien
de la comunidad como último destino, estaremos en las mismas.
Se enfrentan en el conflicto un
referente legal y otro de carácter emocional. Este choque de trenes no tiene
solución correcta sin mirada alta, sin referentes claros y sin levantar
demasiado la voz. El referente legal tiene la ventaja de que posee un camino de
solución ordenado y con recursos; al emocional le apoya el empuje de la ilusión
ante algo desconocido y compartido por muchos de los más próximos.
La Historia enseña muchas cosas al
respecto. Todos deberíamos saber a qué atenernos y tener la honradez de
relacionar las causas con las consecuencias.
Ojalá que al menos nunca
traspasemos los límites del respeto y que nuestra meta sea el bienestar de los
gobernados. Pero de todos, no solo de los más ricos y menos necesitados. Porque
levantarse de la mesa cuando sabes que en tu casa tienes un plato más sabroso
no es precisamente muy progresista ni solidario.
Pues eso.
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