Como cuando aprietan los calores en verano y uno se adentra en un paraje
umbroso y escondido. Entonces se puede dudar de la bondad de la entrada, pero
no se tiene duda de la maldad de la salida. Así sucede también en otros
ámbitos, como el de las bodegas de las casas de pueblo, lugares en los que se
entra sereno y precavido y se sale sin quererlo, suelto, desinhibido y mojado.
Algo parecido me sucede con el inacabable laberinto que conforman las
aventuras de don Quijote y Sancho. Por ello tal vez, una vez al año, cuando la
casualidad lo quiere, me dejo llevar por sus llamadas y sigo sus pasos admirado
cada vez más, por más que estoy bien advertido de veces anteriores. Me prohíbo
después hablar de ello, pero es evidente que no puedo guardarme sus tesoros y
doy a la ventana algunas notas por si alguno quisiera compartirlas, si no en la
escritura, al menos en la consideración, que es más importante. Cuando me voy
de ellos, me enfado y me maldigo por no haberme prestado con más fuerza a decir
a cualquiera que aquí hay un gran tesoro, que hay un pozo sin fondo para tomar
de todo y para todos. Por eso selecciono algunas muestras a mi antojo y hago
pregón con ellas. Ahí va una.
La metaliteratura es asunto importantísimo en la segunda parte del
inmortal libro. Cervantes es autor y es también ciudadano que tiene que
buscarse las habichuelas para sí y para los suyos. Está, además, en los corrillos
en los que se cuecen la fama y los dineros. Y tiene, por supuesto, sus
criterios y sus formas de entender los estilos y las reglas del arte. En
numerosas ocasiones se refiere al teatro y a sus reglas; tampoco se queda corto
a la hora de opinar acerca de la poesía (“la gracia que no quiso darme el
cielo.” / “La poesía, señor hidalgo…”), y otro tanto de la prosa y de los
relatos novelescos.
Pero la obra hay que mandarla a la pasarela, donde sufrirá la
interpretación de los demás, de los críticos, de los jurados y de los
espectadores y lectores; recibirá sus premios o fracasos, y obtendrá en
consecuencia recompensas u olvidos. Quiero decir que a Cervantes no se le pasó
por alto el asunto de los premios literarios, de las justas literarias de sus
días. Y así se las despacha.
Estamos en el capítulo XVIII de la segunda parte, en casa de don Diego
de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. El hijo de este lee sus versos. Don
Quijote responde: “Pero dígame vuesa merced, ¿qué versos son los que ahora trae
entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le traen algo inquieto y
pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende algo de achaque de glosas,
y holgaría saberlos; y si es que son de justa literaria, procure vuesa merced
llevar el segundo premio, que el primero siempre se lo lleva el favor o la gran
calidad de la persona, el segundo se lo lleva la mera justicia, y el tercero
viene e ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de
las licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran
personaje es el nombre de primero”.
Y poco después añade, como recadito para críticos: “Un amigo y discreto
era de parecer que no se había de cansar nadie en glosar versos, y la razón,
decía él, era que jamás la glosa podía llegar al texto, y que muchas y las más
veces iba la glosa fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se
glosaba…”
Premios, críticos, lectores, autores celosos de sus obras, dineros que
se interponen, famas que se adquieren con maneras y esfuerzos muy diversos…,
escalas de valores diferentes. Tal vez todos los pasos sean necesarios y añadan
aristas y perlas a la obra inicial, haciéndola así más grande y transparente.
Pero solo si son ejercidos con serenidad y sin altanería, con el ánimo
tranquilo y sin intereses bastardos, con fondo crítico razonado y no a golpe de
intuición… No todo vale para alcanzar la fama y el aplauso. Por cierto, la fama
¿para qué y para cuánto tiempo?
Cervantes se empeñó en protestar públicamente por lo que a él le parecía
injusticia para con su teatro y, menos, para con su poesía. Ahí está su prosa y
están sus novelas. Sin el desgaste de las protestas encendidas, le dieron fuego
para los siglos venideros.
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