Ascender
hasta lo alto de la sierra es un deber que debería cumplirse al menos una vez
al año. Es un ciclo completo el que se cierra con uno mismo y con la
naturaleza, ese todo inabarcable del que formamos parte, del que parece que nos
individualizamos por unos años de conciencia personal y al que volvemos para
fundirnos en una conciencia general y cósmica, que nos sobrepasa y que diluye
nuestra conciencia hasta dejarla en bruma. De modo que, para residentes y para
visitantes o “expatriados”, cumplir con ese deber tendría que ser algo así como
acercarse a eso que llaman el bejarano ausente. Llevarse los aromas de estas
sierras es destilarse un poco para convertirse en licor más agradable y sabroso
para un tiempo.
El
día amaneció respondón, con fresco y bruma, pero los ánimos están, a esas horas
de la mañana, intactos y no hay nada para combatirlos como una manga larga y un
ascenso suave, que el paisaje hay que hollarlo, pero, sobre todo, hay que
gozarlo. Y las perspectivas, en ascenso o en descenso, cambian cada pocos
metros. Por eso, no es lo mismo mirar el valle -con Béjar y los demás pueblos
al fondo, desde la industria chacinera que se asienta al pie mismo de la sierra-
que observarlo desde la primera plataforma (para entonces el valle se
despertaba de su modorra nocturna y parecía que aún conservaba ecos de los
blues del Castañar), o desde el mirador, o desde la segunda plataforma, asiento
de coches y comienzo de la ascensión a pie.
Aquí
hay que pararse algo más y componer la vestimenta y los alimentos que
reconfortarán el cuerpo más arriba. Mientras tanto -brisa más fuerte, camino
que se desploma desde la fuente del Travieso, o que se apunta en diagonal hacia
las hondonadas de Hoyamoros- la mirada se pierde entra las aguas dormidas de la
presa de Fuente Santa y las más alejadas de los pantanos de Gabriel y Galán o
de la Maya. Los pueblos se dispersan diminutos por los distintos valles, y
alguno no se asoma, pero se adivina hundido en el río Quilama, siempre donante
anónimo y generoso del río Alagón. Ahí seguirán plantados en el tiempo y dando
vida a este espacio tan bello.
Nosotros
(Manolo Casadiego, Pepe de Frutos y yo mismo) ascendemos lentamente por el
camino estrecho y empinado que nos lleva hasta la fuente del Travieso. Nuestra
sierra es amable en su conjunto, pero este trecho parece que se enfada y nos
recuerda que estamos en la altura y que hay que respetar el ritmo y los
espacios. Cumplimos con el deber sagrado del silencio debido a la fatiga y a la
cuesta. Pero contamos con un aliado vigoroso: la brisa nos empuja y nos anima a
ascender y a sentirnos montañeros. Solo de vez en cuando volvemos la mirada
hacia abajo, donde adivinamos aguas y frescura, gentes y murmullos, vida en
suma. Otra forma de vida.
Beber
en cada fuente es un tributo que pago con agrado en mis paseos. Y saciar la sed
en la fuente del Travieso es algo más que eso, es sentir la frescura entre los
labios, acariciar aquello que viene desde el fondo de las rocas, sentirme más
cercano a los misterios que guardan esas rocas que custodian todo el año las
aguas escondidas después de que la nieve se hace oscura. Hay que beber siempre
de las fuentes. El agua del Travieso está fresquita; la mañana también.
Después,
la Goterita, tras un ascenso lento y más tendido, con atajos atrevidos a veces
y con paradas cortas y gozosas mirando nuevamente en lejanía. Y ahora subir no
es solo ascender en cotas y en miradas, es sentirse más solo con la altura y
con los elementos que la pueblan. El aire, el cielo, el horizonte, el sol ya
más cercano, el paisaje desnudo, las flores que se asoman al verano, el
silencio que canta, la falta de las voces, el murmullo de las plantas cosidas a
las peñas… Aquí todo es más puro. Hay gentes que nos pasan y que suben con algo
más de empuje. Nosotros ascendemos a un ritmo sostenido y vamos empapándonos de
lo que la naturaleza nos presta y nos regala.
Pronto
llega la cima y la cumbre se hace llanura. La visión se vuelve panorámica y
abarca el horizonte en todas direcciones. Allí, las sierras de Barco y de
Gredos; más allá, las tierras llanas de Ávila; al otro lado, las de Salamanca,
con la ciudad que se adivina al fondo; y la sierra de Francia, tan querida por
mí; y Portugal al oeste o Extremadura al sur. Todo, todo está aquí al alcance
de la vista. Y el mundo se hace grande y se diluye, y se hace inabarcable, y se
hace idea más que geografía, y yo siento también que me hago idea y transparencia
mirando hacia lo inmenso del cielo y de la tierra.
¿Qué
puedo yo decir del viento y de las nubes cuando no soy del cielo ni del suelo?
Acaso lo que dije en otro día y en el mismo sitio. Era esto:
EN LA CIMA DEL CALVITERO
Aquí
la piedra vive y se solaza
en
perpetua y rotunda soledad,
la
luz es primigenia y llega niña
desde
bóvedas altas siempre limpias,
el
mar se redescubre entre los ecos
que
forman las lagunas y la nieve
es
vecina del viento y del misterio.
En
esta ara gigante en la que el tiempo
ha
perdido su ritmo reflexivo
y
el espacio no sabe de horizontes,
yo
soy un simple acólito del viento,
estoy
a lo que diga la incipiente
noticia
de la luz que me reinventa
haciéndome
más frágil y más diáfano.
¿Qué
hacen aquí mis manos y mi cuerpo?
¿Qué
pide mi zozobra? ¿Qué latidos
se
asoman a la voz de mi conciencia?
Aquí,
cerca del cielo, soy materia
que
viene navegando por la historia
de
todas las historias,
soy
piedra y vegetal, soy un producto
que
mira cara a cara el universo,
esa
patria común en la que todo
se
acoge, se esclarece, se remansa.
Soy
nada frente al todo y todo ante la nada.
Después
conversación con los neveros de la Ceja, extensos e inocentes en su blancura;
las lagunas saciadas a sus pies; y el alto dialogando con las nubes, que
andaban hoy revueltas y viajeras. Esto es ya plenitud, todo, altura de las
físicas y de las que el ánimo suspenden y condensan. Para pensar en todo lo
pensable y en lo que cada cual rastree en sus sentidos. Al fin y al cabo, se
sube para esto. O se debería subir par algo más que para sudar y crear gatas en
los músculos. Pero en los humedales o secarrales individuales conviene no
molestar. Cada cual sabrá lo que tiene entre manos.
La
vuelta es el descenso con el ánimo puesto en otro tono. Cuidado con las piernas
y los músculos, que siempre es más penoso bajar sin equilibrio que subir con
cansancio y con sudores.
Ahora
las perspectivas son opuestas. El valle está más cerca cada vez y aguardan esas
leyes que marcan el quehacer de cada día. No importa, es otra etapa en esa
eterna monotonía que domina los días y las horas, pero habremos ganado una
batalla, sobre todo mental y de los ánimos.
Miramos
desde arriba y desde abajo, comparamos perfiles y visiones, decidimos quehaceres,
y vamos deslizando nuestras vidas, poco a poco, entre el cielo y el suelo,
entre el limpio sentir de las alturas de la sierra y el ruido que ensordece por
las calles. Qué hermosos esos ratos de limpieza, de sentirse más puro y más
sencillo, más de todas las cosas que componen esta conciencia eterna y
misteriosa.
La
sierra es un buen sitio para sentir lo poco que somos, pero también lo plenos
que podemos llegar a estar. Y la sierra de Béjar es una buena geografía para
conjuntar el sentimiento y el pensamiento. Venga.
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