viernes, 7 de junio de 2019

AUTOR Y LECTOR



Cuando de una obra se da traslado al lector o al escuchante, se abre un camino de doble sentido que, hasta ese momento, se había trazado en una sola dirección, la del creador hacia sí mismo. El principio se cumple en cualquier variedad de creación, sea prosa o verso, novela, poesía, teatro, ensayo, artículo…
¿Qué ha hecho hasta entonces el autor? Quizás algo tan sencillo como contar historias, reales o inventadas, pero historias que pueden resumirse en contar su propia historia. No deberíamos pedir que lo haga de manera directa: él sabrá escoger la forma que más satisfecho le deje, pero, en el fondo, siempre estará él, como persona y como narrador, como creador y hasta como protagonista.
Si todas las historias no son más que su propia historia, el creador (vamos a llamarlo poeta desde ahora) no hace otra cosa que contar la historia de su propia memoria, aquello que es capaz de convertir en presente y de vivirlo emocionalmente de una manera especial. Aunque sea fingiendo (que el poeta ha de ser un perfecto fingidor, en palabras de Pessoa, de manera que no se note la delgada línea que puede separar la realidad de la ficción, acaso esta una realidad más fuerte y verdadera). En esa memoria, que no reproduce con exactitud la realidad vivida sino la evocada o creada, el creador vuelca su visión de la vida y la manera de conocerse y de reconocerse en ella. Lo tiene que hacer con elementos que alcen la historia creada hasta los niveles de sensación artística y de emoción que exige el arte literario. Y lo ha de hacer tanto en la forma como en el fondo. Esta actividad de conocimiento ha de realizarse con ritmo lento, solitario y de contexto particular, de tal manera, que, al terminar una creación, el autor se sienta algo más cerca de sí mismo en ese conocimiento. En esa batalla consigo mismo intervienen todos los elementos, tanto formales como significativos.
Terminada esta batalla, comienza la segunda parte, la del lector, sea el propio autor o sea cualquiera otra persona. El autor debería haber dejado el camino relativamente expedito para que el receptor pueda, sin demasiado esfuerzo (por más que la poesía sea siempre “negocio de particular juicio”), descodificar el mensaje y la visión que en el texto se le ofrece. De esta manera, el lector leerá realmente al poeta más que el poema y estará en condiciones de reconocerse en la creación, de recrear su propia memoria y de comparar su experiencia con la del creador. Es este el momento mágico, el más productivo y el que deja más poso y descendencia. Lo ha de hacer el lector para identificarse, para rechazar la propuesta o para acercase en un grado mayor o menor a ella. El diálogo, entonces, se habrá producido y el resultado ya le corresponde al menos en tanta medida al lector como al poeta ¿Para qué se lee si no es para encontrarse en lo que se lee, para convertirse en protagonista o antagonista de lo que se ofrece en la creación, para reconocerse en lo recibido?
En esta carrera y en este cara a cara maravilloso y mágico se desarrolla el proceso de la creación. En él termina teniendo tanto protagonismo el lector como el creador. Aunque no estará de más reconocer que, sin el impulso de ese dios menor en que se convierte el creador en el momento de la creación, nada sería posible.
La primera condición de una buena lectura es la reivindicación de no leer. La peor lectura es la impuesta, pero la pérdida es demasiado grande y no merece la pena no intentarlo.

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