Cuando de una obra se da traslado
al lector o al escuchante, se abre un camino de doble sentido que, hasta ese
momento, se había trazado en una sola dirección, la del creador hacia sí mismo.
El principio se cumple en cualquier variedad de creación, sea prosa o verso,
novela, poesía, teatro, ensayo, artículo…
¿Qué ha hecho hasta entonces el
autor? Quizás algo tan sencillo como contar historias, reales o inventadas,
pero historias que pueden resumirse en contar su propia historia. No deberíamos
pedir que lo haga de manera directa: él sabrá escoger la forma que más
satisfecho le deje, pero, en el fondo, siempre estará él, como persona y como
narrador, como creador y hasta como protagonista.
Si todas las historias no son más
que su propia historia, el creador (vamos a llamarlo poeta desde ahora) no hace
otra cosa que contar la historia de su propia memoria, aquello que es capaz de
convertir en presente y de vivirlo emocionalmente de una manera especial. Aunque
sea fingiendo (que el poeta ha de ser un perfecto fingidor, en palabras de
Pessoa, de manera que no se note la delgada línea que puede separar la realidad
de la ficción, acaso esta una realidad más fuerte y verdadera). En esa memoria,
que no reproduce con exactitud la realidad vivida sino la evocada o creada, el creador
vuelca su visión de la vida y la manera de conocerse y de reconocerse en ella. Lo
tiene que hacer con elementos que alcen la historia creada hasta los niveles de
sensación artística y de emoción que exige el arte literario. Y lo ha de hacer
tanto en la forma como en el fondo. Esta actividad de conocimiento ha de
realizarse con ritmo lento, solitario y de contexto particular, de tal manera,
que, al terminar una creación, el autor se sienta algo más cerca de sí mismo en
ese conocimiento. En esa batalla consigo mismo intervienen todos los elementos,
tanto formales como significativos.
Terminada esta batalla, comienza
la segunda parte, la del lector, sea el propio autor o sea cualquiera otra
persona. El autor debería haber dejado el camino relativamente expedito para
que el receptor pueda, sin demasiado esfuerzo (por más que la poesía sea
siempre “negocio de particular juicio”), descodificar el mensaje y la visión
que en el texto se le ofrece. De esta manera, el lector leerá realmente al
poeta más que el poema y estará en condiciones de reconocerse en la creación,
de recrear su propia memoria y de comparar su experiencia con la del creador. Es
este el momento mágico, el más productivo y el que deja más poso y
descendencia. Lo ha de hacer el lector para identificarse, para rechazar la propuesta
o para acercase en un grado mayor o menor a ella. El diálogo, entonces, se habrá
producido y el resultado ya le corresponde al menos en tanta medida al lector
como al poeta ¿Para qué se lee si no es para encontrarse en lo que se lee, para
convertirse en protagonista o antagonista de lo que se ofrece en la creación, para
reconocerse en lo recibido?
En esta carrera y en este cara a
cara maravilloso y mágico se desarrolla el proceso de la creación. En él
termina teniendo tanto protagonismo el lector como el creador. Aunque no estará
de más reconocer que, sin el impulso de ese dios menor en que se convierte el
creador en el momento de la creación, nada sería posible.
La primera condición de una buena
lectura es la reivindicación de no leer. La peor lectura es la impuesta, pero
la pérdida es demasiado grande y no merece la pena no intentarlo.
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