“Siempre
he creído que es lo que somos… Traumas de la infancia… Lo que te prohibieron,
lo que no te dijeron, lo que te obligaron a aceptar y lo que te arrebataron
crean carácter”. Albert Espinosa.
Brújulas que buscan sonrisas perdidas.
La vida regulada, cuadriculada en
horarios, en salarios, en vacaciones y en jubilaciones ha permitido tener
tiempo libre para pensar y tener conciencia de lo vivido y de lo que se puede
vivir. El ser humano tiene, además, y sobre todo, el potente valor de la
palabra para almacenar esos redobles de conciencia y para rescatarlos cuando lo
crea oportuno. Qué diferencia con las otras especies. Todos los animales andan
pendientes exclusivamente de comer y de que no los coman. Y casi no les queda
tiempo para más. Podría parecer un mal sueño proponer esto a tantos que no
encuentran la manera de llegar a fin de mes y a los que se les acumula una
preocupación antes de haber solucionado la anterior. A pesar de todo, pienso
que la afirmación sigue en pie y que el ser humano posee el tesoro casi
exclusivo del tiempo libre para la reflexión y la palabra para almacenar esa
reflexión.
Tal vez en ese privilegio tome asiento
el impulso universal de volver a la infancia, al tiempo en el que todo era
nuevo y milagroso, a la época en la que se asentaban las verdades sin pruebas
ni refutaciones. Tanto arraigaron todas las verdades, que después todo fue
buscarles aristas y mellas cuando la razón venía a indicarnos que no todo era
así precisamente y que lo que era blanco y diáfano tal vez se volvía gris y un
tanto opaco.
La memoria selectiva nos ayuda a
conservar los hitos positivos; por ello la infancia siempre es buena y
agradable a los ojos de la memoria y el recuerdo.
Pero lo más importante no es el hecho
de que lo que entonces aconteciera fuera lo mejor o lo menos bueno, que lo que
se nos anunció y nosotros sentimos por primera vez tuviera bases sólidas o
estuviera expuesto al empuje de los vientos; lo fundamental es que todo aquello
arraigaba en nuestras mentes como verdad hermosa y absoluta, que la vida iba a
ser como era aquello y que no existían otras posibilidades.
Después, solo después, aunque muy
pronto, comenzaron los traumas, los consejos, los no debes hacer esto o lo
otro, los no siempre es así, las excepciones, los hechos que no encajan y no
tienen sentido, los quiero pero no puedo, los no, no, no mezclados con algún
que otro pues bueno…
Y cuando fue cambiando el foco de la
vida y se nos vino encima la hora de decidir por nuestra cuenta, todos volvimos
vista a lo de entonces, a lo que fue sin traumas blanco y bueno. Y en esa
confesión sentimos encima las losas de la vida y las costumbres, los pecados de
lesa religión las impurezas, el encaje social que tanto oprime, los hábitos
comunes y todo lo que impone este diario convivir.
Uno se ve tal vez como resumen de
empujones, de acuerdos y de leyes, con los que no siempre se siente complacido.
Y siente lo difícil de ajustarse a una mínima convivencia, que siempre ha de
ser difícil aun llevándose bien, y que se torna casi imposible cuando uno se
lleva mal con el de al lado.
Entre traumas, complejos, enfados y
abandonos, buenos propósitos y desengaños, vamos llevando el tiempo de la vida.
La vida es, por lo tanto, un complejo de traumas y de enfados en un tira y
afloja para ser lo que somos. Tomémonoslo a risa y adelante, aprendamos a
engañar a los traumas sin olvidar que siguen ahí al lado, recordando que somos
lo que somos y solamente eso. Y, si acaso, mandemos a los traumas a tomar
vacaciones y hagamos de nosotros el tiempo y los anhelos del presente. Y luego,
al poco rato, otra vez al redil de lo que toca, a llevar con paciencia el duro
peso que llevamos a cuestas. Un abrazo.
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