EN ESTADO DE DUDA
La realidad soy yo y nada
más. Pero soy yo siempre en mi circunstancia. Por eso el yo es cambiante y
aproxima o rechaza, crea o destruye, se agranda o se hace más pequeño con todo
eso que dicen que anda por ahí y que llaman realidad. Y seguro que tendrá entidad,
aunque, si yo no la certifico y le doy vida, es como si no existiera.
Sigo, como casi todo el
mundo, confinado en mi casa, sin uno de los principales derechos del ser
humano: el del libre movimiento. Entiendo la medida excepcional y la acepto con
disciplina. En realidad, soy un privilegiado, pues puedo caminar por el pasillo
y por las habitaciones de mi casa, y, sobre todo, puedo mirar y contemplar la
naturaleza desde la amplitud de mi terraza. Desde ella puedo ver, como tal vez
nunca, el avance, lento pero inexorable, de la primavera. Hoy mismo hace frío y
han caído unos copos de nieve. Nada importante porque la vida ya rompe por
todas partes y parece que todo se alza a plenitud.
Pero sigo en la duda de
cómo afrontar -¡a estas alturas!- el fenómeno social de la pandemia. No sé qué
grado de solidaridad ni de compasión tiene el huir mentalmente de toda noticia
o el estar al tanto de cualquier detalle de su desarrollo. Y me siento a ratos
con mala conciencia. Porque huyo, claro que huyo. Y me escondo en el mundo de
la lectura, de la escritura o de cualquier otra actividad, procuro no invitar a
mi presencia a imágenes desoladoras, escucho las noticias solo cuando creo que
ya ha pasado el chaparrón de las primeras situaciones y cifras, me levanto sin
prisas y sin ninguna gana de abrir los digitales, el rato de gimnasia resucita
mis músculos y me recuerda mis paseos matutinos por las laderas del monte. Solo
después de comer me acerco con la esperanza de alguna buena nueva, que, en
estos días no sería otra cosa que noticias algo menos malas que las del día
anterior. Porque, a estas alturas, uno aspira a que algo vaya cambiando y a que
el horizonte no se muestre tan lejano y oscuro. Y va pasando el día en un
estado ambiguo y saltimbanqui. Después llegan las ocho, la hora de los
aplausos. Y yo ahí me vengo abajo y me desplomo, porque sigo asistiendo a un
grito de esperanza desde cada balcón y a un abrazo de ánimo para todos los que
siguen en la batalla contra el bicho. Cuando llega la noche, ya tarde en estos
días, procuro y procuramos un rato de distracción, de risa y pasatiempo en
algún rincón de los medios de comunicación. Y no sé si también es otra forma de
huida hacia ningún sitio, siempre esperando que escampe y que cese la tormenta.
Cuando, ya muy entrada la noche, después de alguna otra lectura, me ronda el
sueño, pienso en que he sido otro trozo de tiempo tal vez particular y
solitario y que hay una realidad muy grande por ahí fuera a la que tal vez le
he dado la espalda mentalmente. Menos mal que, al menos, los días se salpican
de conversaciones con familiares y amigos, con abrazos y besos a distancia, con
los te quiero mucho, y que tal vez ahora más que nunca menudean los contactos
de todo tipo.
En fin, no sé, es una
sensación extraña. Tengo ya muchas ganas de reprocharme la insolidaridad, pero
no por no poder ejercerla, o acaso por huir de ella mentalmente.
Día 18 de confinamiento.
Ánimo.
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