miércoles, 29 de abril de 2020

LOS ANCIANOS


LOS ANCIANOS

A pesar de mis prevenciones y mis cautelas por no llenarme de cifras y de imágenes que tanto me cuesta digerir, no puedo tampoco obviar los datos que siguen llegando, como gota malaya, de los que, por la maldita pandemia, se van quedando por el camino. Y el asunto dista mucho de estar controlado del todo. Al menos es lo que, desgraciadamente, me parece.
Pero, en cuanto se glosan mínimamente, uno se da cuenta de que son los ancianos los que han pagado y siguen pagando los principales costes de este infierno. Lo hacen desde el primer día y todo indica que lo seguirán haciendo hasta el último, si es que lo hay y tiene fecha en el calendario.
Una simple ojeada a la escala de valores nos muestra el lugar en el que se les ha considerado, en esta sociedad de publicidad, de velocidad, de moda y de apariencias. A la cola, ¿verdad? Menos cuando han venido mal dadas, pues entonces han estado siempre prestos para sostener familias, para atender nietos, para templar gaitas familiares, para dar consejos de experiencia si se les ha querido escuchar, para relativizar impulsos, para dar un poco de perspectiva, para perdonar, para…
Me gusta más la creación que la recreación, porque responde a los impulsos del momento; pero hoy quiero aportar un poema de mi libro Brindis al sol. Está dedicado a ellos, desde otros momentos ya distantes, pero creo que con el mismo simbolismo. Va por ellos.
LOS ANCIANOS
Siempre fueron mis héroes favoritos,
concreciones del tiempo y de los dioses.
Mi pueblo era un pequeño territorio
acotado en sus límites
sólo para mis héroes.

Ellos acumulaban el misterio
en su lenta palabra. Los muchachos
sabíamos que las noches
trasnochaban con ellos. Las mañanas
los hallaban dispuestos, en su sitio,
como estatuas de siempre,
 como sagrados templos naturales.
A veces su silencio
-¡qué tardes junto al poyo de la iglesia!-
sonaba más que el tiempo en la ladera,
vertiginoso y áspero. Casi siempre,
su sagrada palabra detenía
los pálpitos y el ritmo de la vida.
Las historias, entonces, transportaban
el alma de los niños de mi pueblo
hasta un edén lejano,
más allá de los cerros, con las tardes
que guiñaban su luz descolorida
camino de la noche y del olvido.
El río se hacía eterno, los soldados
siempre ganaban guerras, las encinas
supuraban la savia de las peñas,
y todo se nimbaba
con una luz de oro. Las montañas
cerraban nuestro valle
en un espacio extraño
y en un tiempo difuso.

Ellos fueron mis héroes,
mis dioses, mis refugios,
el puente entre el temblor de la ceniza
y el alma de la nada.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Cumplido y bonito homenaje a ellos... a nosotros ya, si lo miras bien, porque ya pertenecemos al grupo de riesgo.