miércoles, 30 de septiembre de 2020

DE UN VIAJE EN EL TIEMPO

 

DE UN VIAJE EN EL TIEMPO

El pueblo se acostaba en la ladera, como para tomar el sol en el invierno y para dejarse tostar en el verano. El sol entraba tarde y se despedía pronto desde los cerros, que alcanzaban el cielo allá en lo alto; pero apretaba lo suyo y mantenía una temperatura de chcicharra en el verano y de dulce templanza en el invierno.

La empresa no llegaba hasta este pueblo y había que irla a buscar a otro, distante al menos seis kilómetros. Desde allí llegaba andando y sudoroso.

Era poco más de media tarde cuando divisó las primeras casas desde la Tarayuela, una pequeña atalaya que partía el valle en dos mitades hacia el sur y hacia el norte. Enseguida distinguió cerca del río una ralea de muchachos chiquininos que estaban arrejuntados jugando con los aros y los zancos. En otro espacio próximo, lucían emperejiladas unas muchachas, con sus mejores vestidos, y una cuadrilla de muchachos remudados para la ocasión. Alguna chiquilla más miraba con cara de tristeza y aparecía apenas recubierta con sus pingos, sin saber de vestidos ni de galas; para ellas no era ocasión de fiesta. Junto a ellas, otros niños mostraban también su aspecto descuidado y mantenían sus pantalones con la raja al culo y los tirantes de tela desiguales. No era tiempo de escuela y el reloj se espaciaba y no corría.

De pronto, sin saber por qué, todos empezaron a reguñir a arrejuntarse y a arrempujarse unos contra otros, como empicados por conseguir algo de lo que presumir ante los demás. Atravesó el cauce por la confluencia de dos ríos pequeños, que se abrazaban en una sola corriente como para darse fuerza, y se acercó hasta ellos. Estaba equivocado, no era más que una fiesta, una fiesta de quintos y de quintas, que se habían juntado para celebrar ese ritual tan importante del que salían hechos hombres y mujeres. Allí fue convidado y allí pasó un buen rato. Muy cerca, los niños habían hecho una poza con un borcín, por el que se fugaba el agua hacia el pequeño río. El día anterior había llovido y se conservaban algunos chapatales en la tierra.

Pronto se formó un baile. ¿Me la dejas?, decían unos a otros sin descanso. Y las mozas pasaban de brazos en brazos como si aquello fuera una maquinaria que moviera todas las piezas al compás. Nada de achucharse ni de bailar más de tres bailes con la misma pareja, porque sería señal de cosas nuevas. Y en medio, perrunillas y mantecaos sin desbaratar y bien compuestos para no añusgarse ni acabar espurreando nada. Se encetaban los panes y se partía el chorizo, colgado desde el día de la matanza. El vino menudeaba de boca en boca, mientras se entonaba alguna canción popular.

Tan solo había venido hasta el pueblo para solucionar un encargo y tenía que darse prisa. Así que, recorrió las calles estrechas y, por breves momentos, evocó lejanos tiempos. Arregló el manadado y se despidió de todos. Otro día será, dijo disculpándose, que cada día tiene su afán.

Al escurecer, tenía que volverse hasta el sitio en el que se había apeado del coche de la empresa, el coche general que iba y venía desde la capital. Aún tuvo algo de tiempo para apatuscar un buen puñado de higos dulces, que los primeros vientos de septiembre habían caído al suelo.

Sentía ciertos ajogos, pero de los de dentro, de los que hacían palpitar el corazón y sentirse como buscando en vano el origen de todo lo vivido. Miró de nuevo al pueblo desde la Tarayuela y lo perdió de vista. Una niebla bajaba lentamente, como para ponerse encima y protegerlo. El tiempo se quedó como en misterio y entonces miró al cielo y se quedó en silencio murmurando una oración extraña y no aprendida.

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