QUIEN SIEMBRA VIENTOS…
Si es que no aprendemos ni
dándonos de bruces cada día y tropezando en la misma piedra. Nos asustamos
cuando truena y cuando el relámpago ronda nuestras ventanas, pero, en cuanto
escampa la tormenta, volvemos a la modorra de la comodidad y hasta del egoísmo.
¿Por qué nos escandalizamos ahora tanto -con razón- del desencuentro que se
produce entre nuestros representantes públicos? Qué mala memoria la nuestra.
Pero si algo así lo hemos estado aplaudiendo toda la vida, o, al menos, hemos
asistido al circo que de ello han montado los medios de comunicación. Todavía
hoy siguen explicando ese guirigay barriobajero como algo que sirve para arañar
votos. Me gustaría que no tuvieran ni una pizca de razón, pues, si se diera la
casualidad de que estuvieran en lo cierto, las conclusiones serían entonces
muchos más desesperanzadoras, pues tendríamos que concluir que vivimos en na
comunidad de ciudadanos en la que la conciencia crítica brilla por su ausencia
y cada uno de sus componentes no supera la calificación de unidad de rebaño.
Ejemplos de ahora mismo y de casi
siempre: intervenciones en las cámaras legislativas (congreso y senado),
rifirrafe entre administraciones, desobediencias públicas a las sentencias que
son jaleadas con manifestaciones, acusaciones en medios de comunicación,
tertulias, plenos y comisiones de diputaciones y ayuntamientos…
Pero, ¿en qué se diferencian de
lo que sucede en otros ámbitos no políticos? Apuntamos: aficiones deportivas,
tertulias televisivas y radiofónicas, redes sociales en general (con toda la
bazofia de los anónimos y entregados a la causa del insulto), defensas
judiciales insostenibles, conversaciones cruzadas en las que casi nadie
escucha…
El intercambio de ideas y la
disputa entre personas para desarrollarlas y tratar de convencer al otro es
connatural al ser humano. Por eso, entre otras cosas, somos humanos y no
brutos. Pero habrá que hacerlo con serenidad, sin apabullar, con el ánimo
puesto en el bien común y no en la victoria sobre el contrario, con la certeza
de que la verdad absoluta no la posee nadie, porque ni siquiera existe, dando
la razón al otro si creemos que la tiene sin que por ello nos sintamos
desautorizados por los nuestros, arrimando el hombro más que poniendo palos en
las ruedas. Las disputas solo deberían poderse sustentar en las distintas
visiones que acerca de la vida se poseen, pero no por quedar victoriosos de no
se sabe qué ni por conseguir para tal o cual partido político o para uno mismo
ninguna victoria. Y menos a costa del perjuicio para la comunidad.
Parece de sentido común exigir un
nivel de actuación más afinado a los representantes públicos. No parece que nos
ofrezcan siempre el mejor ejemplo. Y ahora, en las circunstancias presentes,
acaso sea algo peor. Pero la reflexión debería alcanzarnos a todos, sobre todo
en tiempos de mayor dificultad. A ellos tenemos que exigirles algo más de
cordura y de altura de miras. A nosotros tendríamos que pedirnos al menos
nivelar el grado de exigencias con el de aportaciones. Si no, vamos a terminar
asintiendo al desalentador dicho de que tenemos
los gobernantes que nos merecemos. Y no están los tiempos para estos lujos.
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