lunes, 12 de septiembre de 2011

MADRID, MADRID, MADRID

Volvía ayer ya muy tarde -noche cerrada y fuegos artificiales en diversos lugares por los que pasaba- de un largo fin de semana fuera de esta ciudad estrecha. No me gusta marcharme de aquí precisamente durante los días de la fiesta local, pero había asuntos programados y, además, desde hace bastantes años, apenas participo en nada de lo que por aquí se cuece, apenas me atrae nada y mis intereses, si van por algún sitio, no caminan precisamente por la senda de las tradiciones del lugar: verbenas, novenas y procesiones, reinas y reyes, comedias de medio pelo… uffff! Para colmo, me cogen una imagen de la Virgen y la llevan en procesión para que presida una corrida de toros. No entro ni a considerar, solo dejo consignado que lo mío no es precisamente nada de eso. No sé cómo  no se levantan en armas los cristianos alfabetizados y los muelen a palos.
El caso es que me marché (nos marchamos) a Ávila y al poblachón de Madrid. Tuve poco tiempo el jueves, en Ávila, para disfrutar con mi nieta Sara, que cada día me sorprende con algo nuevo y chispeante. Su carácter y su ingenio me subyugan y, si esto fuera posible, diría que la quiero más cada día.
Por la tarde noche nos acercamos a la colmena inmensa, a la luminaria inabarcable que es Madrid; Madrid y su provincia, porque todo es uno y sin solución de continuidad desde que pasas el túnel de Guadarrama. Allí nos esperaban, como siempre, con la amabilidad exquisita de siempre, con la disposición impagable de siempre, Fide y Pedro. A su lado, un Sergio grandote y bonachón, que se va echando encima los años, como todos, y que cualquier día deja la universidad convertido en un graduado en busca de caminos personales.
Pocas veces he aprovechado los días en Madrid como lo he hecho durante este fin de semana. Me ha dado tiempo a contemplar la exposición de Antonio López, que me ha gustado, aunque no me ha impactado tanto como el ambiente pregonaba. Creo que, en el fondo, Antonio López busca, tras ese aparente realismo -a veces hiperrealismo- la esencia del tiempo. Lo que a mí más me llama la atención de su pintura son los efectos que en la realidad produce el paso de los años, tanto en la materia -sobre todo en la materia inerte, para Antonio López- como en los seres vivos. A veces creo observar demasiada geometría en sus cuadros y línea recta, pero siempre descubro esa necesidad de intentar lo imposible: la presencia de la idea a base de mostrar lo más real en sus esencias, en sus simples líneas. Fue la mañana del viernes y fue el Thyssen el lugar del encuentro. La retrospectiva es muy completa y en ella se puede conocer lo esencial de toda su obra.
La tarde me guardaba una sorpresa en forma de teatro trufado de musical. En el teatro Fernán Gómez, de Colón, representaban “Ojos verdes”. No supe del título hasta que entré en el teatro. Enseguida llegaron por el cielo muchos recuerdos de otros días. Me gusta mucho la música flamenca, ese mundo que -me parece a mí- camina muchas veces en el filo que mira a lo sublime por una ladera y al ridículo por la de al lado. Me interesa, claro, la sublime, y allí se reproducía el tiempo y el espacio de vida de Miguel de Molina, ese símbolo de represión y de libertad a la vez de la época de la República, de la guerra incivil y de los años posteriores, hasta el exilio. Fue un rato maravilloso de sensibilidad en manos y en boca de una compañía que me pareció que tenía mucho de aficionada y muchísimo más de sensibilidad artística. Llegué a emocionarme -una vez más- con las canciones y con los símbolos que pasaron por el escenario.
La noche calurosa había sacado a todo Madrid a la calle y a nosotros nos invitó también a recorrer paseando el centro de la ciudad. Nunca había visto a tanta gente viviendo la noche como en la noche del viernes, la vida bullía mientras dejaba para otros ratos las preocupaciones. Bien sé que Madrid da para todo, para tener a todo el mundo en la calle y para dejarlo también en casa, pero en la calle parecía que no faltaba nadie. Sol, calle Arenal, Ópera, Palacio Real, Cibeles, Alcalá… Qué sueño…
El sábado nos ofreció el camino del tráfago y de la confusión. Los asuntos comerciales en almacenes chinos de polígonos que en sí mismos parecen verdaderas ciudades en las que la forma de vida, la acumulación de mercancías, la lengua de uso, los horarios, los tipos de comida…, todo nos indicaba que estábamos en un ambiente extraño. Si alguien quiere conocer algo de cultura china sin necesidad de viajar demasiado, que pregunte por Cobo Calleja y que se pase por allí unas horitas. Es suficiente para ver, mirar, contemplar y reflexionar. Y que cada cual extraiga consecuencias; pero, por favor, que las extraiga y actúe.
Y, de paso, una visita rápida a otro monstruo del mundo del comercio y de la locura de la producción y del consumo. Un lugar llamado La Torre, donde se almacenan todos los coches del mundo y alguno más, y donde un río de gente se concentra buscando piezas de automóvil que puedan servirles para el suyo. Hasta un autobús traslada de una esquina a otra a los que lo deseen: tales son las dimensiones del lugar. Se trata de algo así como el resumen del Outlet en el mundo del automóvil. Todo está allí, en aquel inmenso desguace, en el que, por contraste, también se pueden ver centenares de coches de altísima gama desmatriculados, que vocean su situación en algún asunto poco claro.
Y de un sitio a otro, la vida en forma de almacenes, de superabundancia, de sobras gigantescas, de locura y de absoluta desmesura. Es el mundo sin rumbo ni cabeza en el que andamos todos embarcados, ese que confieso entender cada día menos y que me sume en la impotencia y demasiadas veces en el desánimo.
Hubo tarde de ropas y de colas pero me permitieron que yo no las sufriera. Hay lugares en los que el simple paso del tiempo de la moda deja los productos rebajados de precio en diez veces al menos. Y es que las cosas no valen, solo cuestan. “Todo necio confunde valor y precio”. Otra vez la insensatez y la locura del mundo en el que nos matamos intentando sobrevivir en medio de tanta contradicción. Salir de allí y renegar del mundo capitalista tendría que ser todo uno y la misma cosa. Aunque uno, ocasionalmente y por espabile, se beneficie del mismo.
La noche se volvió de nuevo exquisitamente flamenca y bullanguera. Otra vez el baile y el cante, la exhibición física y lineal de los cuerpos que se adornaban al compás de la música que desgarraban las bocas de los cantaores. Fue en los Teatros del Canal. Qué sala tan inmensa que yo no conocía. Los cuadros, los curveos, las disposiciones escénicas, las voces y los instrumentos musicales…, y siempre las figuras desafiantes en carne y en deseos. Es el flamenco un arte de provocación continua, que no se puede gozar sin dejarse llevar por esa pizca que pincha y que descontrola. Todo a pedir de boca.
Y otra vez el Madrid de media noche, con las terrazas rebosantes y la apariencia de que no hay nada que haga quejarse a nadie. Tal vez es otra farsa gigante en medio de las medidas infinitas de la gran ciudad. Esta vez el cansancio nos puede antes y nos retiramos más temprano. Antes, sin embargo, hacemos un viaje turístico en coche y callejeamos lo que normalmente queda oculto para un viajero ocasional.
El domingo por la mañana nos depara otra sorpresa. Como para dejarnos ahítos de Madrid y de sus incontables posibilidades. Pedro, además de conocerse como la palma de la mano toda la comunidad capitalina, es un ser siempre dispuesto a prestarnos su tiempo y sus ayudas. Nunca sabremos cómo pagárselo al completo. Nos lleva por algunos pueblos del gran Madrid. Visitamos Torrejón y su Parque Europa, un moderno y faraónico jardín que, a imitación de lo que se ha hecho en otros lugares, ha copiado obras representativas de distintas naciones y las ha dispersado en un recorrido agradable y que da para pasear con serenidad y hasta con mimo durante una mañana. Nosotros lo hacemos durante un par de horas y nos soñamos en París, en Holanda, en Alemania, en Italia, en Grecia o en Portugal. Sorprende una ocurrencia de este tipo en circunstancias negativas como las actuales, pero será un buen reclamo para visitar esta población, que, como las demás, semeja un oasis en el secarrón manchego de setiembre. Nos queda tiempo para visitar con prisas el mirador de Paracuellos, desde donde se domina todo el aeropuerto de Barajas, con los pájaros de metal despegando y aterrizando sin tregua ni descanso, y el montículo señalado con cruz gigante y otras muchas de menor tamaño que da fe de una de las mayores barbaridades de nuestra guerra incivil. A lo lejos y en el confín de la llanura, la gran urbe y las altas torres gigantes de la Castellana. Qué sitio aquel para meditar en tantas cosas. Tengo que volver a hacerlo físicamente.
La tarde ya mediada nos puso en el camino de vuelta después de despedirnos de Fide, de Pedro y de Sergio. ¿Cómo puedo yo darles las gracias como se merecen? La M-40 andaba repleta de vehículos mientras en el centro se ponía fin a la Vuelta ciclista a España y vete tú a saber a cuántas otras actividades multitudinarias que se cumplían también en el mismo momento. Cuando desembocamos en la autopista de la Coruña, el mundo entero en coche se había puesto en fila para poder entrar en la ciudad. Hasta que no la abandonamos, unos setenta kilómetros más lejos, todo era caravana, atasco y lentitud en la marcha. Qué disparate y qué precio el de eso que llaman progreso. Uno más, pero no de los más pequeños.
El sol declinaba cuando divisamos Ávila, subida y descubierta en el altozano. Miguel Ángel, Merce y Sara estaban a punto de volver de su fin de semana en el norte. Esperamos impacientes para darles besos y para estar un ratito más gozosos con nuestra Sara. Después, la noche, las llanuras oscuras de la carretera y una ciudad de Béjar un poco solitaria en la Corredera, sin duda porque mucha gente estaba despidiendo las fiestas en los fuegos artificiales de la Plaza. Llegué un poco cansado pero con la mente llena y con la sensación de haber vivido un fin de semana intenso y provechoso.
Creo que no es bueno faltar a la fiesta de la comunidad en la que uno vive. Hay, sin embargo, pocas cosas que me animen a participar. Las razones prefiero dejarlas para otro día.

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