Llevo algunos días leyendo los “Diarios completos”, de Manuel Azaña. Se trata de una pura coincidencia el hecho de mi lectura y el período en el que ya, con aceleración continua, nos encontramos. Me parece que conocer, de primera mano y contados por uno de sus principales protagonistas, los entresijos de un período tan apasionante de nuestra reciente Historia, como el período de la República y la llamada Guerra (In)Civil, es un privilegio. De nuevo me encuentro con mentes amplias y abiertas, al servicio de una causa general y escasamente egoísta, a pesar de cualquier debilidad personal que se quiera tener en cuenta. Resulta muy difícil que cualquier lección de Historia pueda sustituir a tal cantidad de datos y de impresiones razonadas como las que aporta Azaña en tantas páginas.
Un detalle en esbozo solamente: la clase militar queda en el subsuelo a la vista de lo que tuvo que escuchar y soportar el Ministro de la Guerra. Como para morirse de la risa con esas fanfarrias de todo por la patria y similares. No había tal; la traducción exacta era “Todo por la PASTA”. Prefiero no pensar en lo que ha sucedido desde aquellos momentos hasta aquí.
Pero hoy me ocupa otra consideración. Los distintos partidos políticos andan en un asunto esencial de los períodos electorales. Se trata de la confección de listas. A las personas que formen parte de ellas habría que exigirles que fueran las mejores. Y para ello tendrían que ser competentes intelectualmente (por ejemplo, por cierto, leyendo a Azaña) y portavoces precisos de aquellas ideas que conformen los programas respectivos, programas en los que tendrían que intervenir para tener después más fuerza a la hora de defenderlos. Se supone que cada formación política posee los mecanismos democráticos para que esa elección se desarrolle sin imposiciones externas y responda a las voluntades libres de sus militantes, comenzando por las agrupaciones y terminando en la comisión general.
Bien sé que lo que he esbozado en el párrafo anterior no se cumple ni por el forro. Lo sabe todo el mundo, y los que mejor lo conocen son los interesados. La democracia interna en los partidos es escasísima y ese lodazal estropea casi todo lo demás, porque anula el entusiasmo, fomenta el servilismo, esconde la crítica, retrae la participación, desprestigia los procesos y termina por crear un clima de rechazo general a una acción tan noble como es la acción política.
A veces a uno le darían ganas de barrer todas las estructuras y de obligar a comenzar desde cero para ver si la savia nueva ofrecía mejores frutos. Y en primer lugar, sin excepción, hacer desaparecer de la representación a todos los que se llaman “hombres de partido” que semejan camarillas oscuras de apoyo mutuo y de apolillamiento perpetuo. No hay más que repasar los puestos con nómina para sentirse desanimado.
En fin, me vuelvo a Azaña, a conocer la letra grande y la menuda de unos años que todavía resuellan.
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