sábado, 14 de enero de 2012

ESTAMPA EN COLOR NEGRO


La calle mayor de aquel mundo pequeñito era estrecha y delgada, había ido tomando cuerpo desde la plazuela que recogía todos los signos de poder de los ciudadanos que a lo largo de la Historia habían dejado sus huesos rondando sus esquinas. En lo más alto se había erigido una fortaleza para disfrute e insignia de los poderes del lugar. A su amparo se habían ido construyendo pequeñas y amontonadas casas para el resto de la población. Como a los pies del castillo y rindiendo pleitesía, una ancha plaza daba cabida a una iglesia, reducto y enseña del poder eclesiástico, tan próximo a los señores del palacio y complemento exacto de los cuidadores y salvadores de personas, animales y campos. Solo una esquinita dejaba sitio para la casa civil, para el Ayuntamiento, para el resto de convivencia, que bien poca era.
Los principales acontecimientos de la comunidad tenían lugar en la plaza. Allí se escenificaban las influencias y las fuerzas, las razones  y las sinrazones, los escarmientos y las ejemplificaciones.
El caminante había caído por allí siguiendo los pasos de sus actividades juglarescas que le permitían escasamente la supervivencia siempre que el beneplácito de la concurrencia lo quería. Aquel día, los muchachos de la doctrina salían en orden de la iglesia, al son de una campanilla que repiqueteaba rítmicamente, con un sonido oscuro y escondido. Tras ellos salía gente en desconcierto y lentamente. Al pie de las escaleras, un coche tirado por dos caballos aguardaba impaciente.
El juglar optó por encajarse en el recodo de una esquina para poder observarlo todo con atención y sin que nadie lo molestara.
Pronto apareció un ataúd a hombros de varios mozos y una hilera de mujeres con vestidos oscuros y velos que ocultaban buena parte de su rostro. En último lugar, apareció una viuda de rostro compungido y ojos llorosos. Todavía tras ella, un cura, seguido de varios monaguillos, salmodiaba palabras en latín.
Poco tardó el cortejo en disgregarse y el tumulto se apoderó enseguida de la plaza. Todos los que solo un minuto antes mostraban caras serias y expresaban pésames de condolencia como si la muerte del fallecido hubiera supuesto un duro golpe en sus vidas comenzaban a marcharse camino de las tabernas más cercanas.
Algunas mujeres seguían los lentos pasos de la viuda hasta el coche y acechaban de reojo las caras de las demás mientras se iban acomodando en corros que comenzaban a desviar sus conversaciones hacia hechos pasados del muerto y, sobre todo, de la viuda. En pocos minutos, los claros se hicieron más visibles y el coche, con la viuda y el sacerdote, que salmodiaba los últimos responsos, se puso en marcha.
Pronto se quedó sola en el cortejo la viuda, exactamente cuando el conductor arreó a los caballos. Lentamente se perdieron por la estrecha calle mayor. El cementerio estaba lejos; tenían que atravesar toda la calle hasta dar vista a una explanada sembrada de árboles; tras ella se encontraba el viejo cementerio.
En el trayecto, la viuda dejó que su imaginación se fuera hasta otros días y hasta otros lugares. No le costó mucho; Incluso pensó planes para los días futuros. Sus ojos lloraban menudas lágrimas pero su mente ya no animaba a esas lágrimas. Algunas miradas furtivas se descolgaban desde los balcones. La viuda comenzaba a esbozar para sí misma alguna sonrisa de complacencia o tal vez de venganza.
Cuando el cadáver traspasaba las puertas del cementerio, ya se encontraba en la más absoluta soledad. El trabajo mecánico del enterrador lo sepultó en una tumba pobre y solitaria. Al cabo de media hora, nada perturbaba la paz del lugar. En la calle mayor y en la plaza, los borrachos dejaban las tabernas y las mujeres seguían en sus casas componiendo un paisaje monótono y diario.

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