Me gustan los espacios de silencio, tal vez porque son los auditorios
mejor preparados para oír, para escuchar y para pensar. Vivo en un espacio que
aspira a la salmodia del silencio, ese silencio que se deja oír y que repite
con frecuencia que está ahí, como con miedo a ser roto y profanado. Hasta hace
muy pocas semanas, mi casa solo tenía la presencia última de un matrimonio
mayor por su parte norte; el resto era dominio del silencio. Hoy, por
desgracia, no puedo decir lo mismo pues se ha instalado en el piso inferior un
joven matrimonio que poco sabe de lo que significan la soledad y la ausencia de
ruidos.
En ese espacio silencioso es en el que mejor oigo mis latidos, la
música que acompaña mis horas, el rumor del río en el fondo o el aleteo grácil
de los pájaros que juegan en el aire.
La mejor referencia soy yo mismo, con mis latidos lentos, con mis
roces en los objetos más cercanos y diarios, con mi sillón mullido, con mi
silla más dura, con mi ropa que roza con mi cuerpo, con la comida sólida, con
los ruidos internos de mi cuerpo… El silencio me ofrece la seguridad de mi propia
presencia, la certeza de que mi ser sigue ahí, andando y progresando por las
horas de la vida, hollando los pasillos, las aceras, manejando mis brazos y mis
piernas, doblándome hacia el suelo cuando me visto o me calzo…, y oyendo, como
sonido más sutil, el último sonido del propio silencio.
Pero sobre todo el silencio me permite oír y escuchar todo lo que me
viene de fuera, de ese mundo también tumultuoso que me asusta si no sé
distinguir las voces de los ecos. El silencio me permite la lectura y la voz
susurrante de tantos otros silenciosos que me hablan con calma y con paciencia,
que me aconsejan y no me imponen, que me invitan al diálogo tranquilo y
reposado, que me escuchan también con atención. Con ellos muy pocas veces
levanto la voz, si acaso la conciencia. Desde ellos configuro mi propio
pensamiento, doy vueltas a los conceptos y a veces hasta comprendo el valor
negativo de la intolerancia y la fuerza positiva del amor. Con ellos configuro
otro mundo diferente desde la sinceridad y desde el intercambio.
Solo se puede escuchar desde el silencio y la atención, con la mente
dispuesta y sin ruidos. Lo demás es confusión y caos, inmenso griterío,
hartazgo y atropello, imposibilidad de armar conceptos.
Vivo en un mundo repleto de
información externa, de sonidos estridentes que me acosan y no me dejan
solo ni un momento para poder oír con sosiego. No sé discriminar tanta
fanfarria. Me tapo los oídos y suenan los teléfonos o el grito de luz de la
caja tonta. Si anochece y me creo libre del exterior, descubro que no es
cierto, que todo sigue sonando para no comunicar nada o casi nada. Esto es un
no parar inagotable.
No conozco mejor interlocutor que el que me responde desde mí mismo;
mis mejores diálogos se desgranan oyendo las respuestas de ese ser extraño e
inconcluso que siempre va conmigo, que me completa y que me desarrolla.
Entonces no es necesario el grito ni la
imposición absurda; solo sirve la calma, y sirven las aristas y las dudas, las
posibilidades todas y las soluciones varias, la guerra sin heridas y el abrazo
sincero. “Quien habla solo espera hablar con Dios un día.” “La música callada,
la soledad sonora.” Qué oxímoron hermoso y deseado.
¿Quién asimila el mundo en esta carrera de gritos y rebuznos? Me
sumerjo en un canto gregoriano con el coro de Silos y en él me quedo por un
rato. Después miraré al cielo y a la luz. Que me hablen en silencio y con
cautela; que me enseñen la esencia de la vida; que me protejan de los ruidos
sin causa y me abran el camino para el
sabroso mundo del silencio.
1 comentario:
No puede existir el silencio total...recuerdo una experiencia intensisima de silencio en Las Batuecas hace muchos años, y me sorprendió llegar a escuchar el sonido de mi pulso.
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