miércoles, 11 de diciembre de 2013

ESPACIOS DE SILENCIO


Me gustan los espacios de silencio, tal vez porque son los auditorios mejor preparados para oír, para escuchar y para pensar. Vivo en un espacio que aspira a la salmodia del silencio, ese silencio que se deja oír y que repite con frecuencia que está ahí, como con miedo a ser roto y profanado. Hasta hace muy pocas semanas, mi casa solo tenía la presencia última de un matrimonio mayor por su parte norte; el resto era dominio del silencio. Hoy, por desgracia, no puedo decir lo mismo pues se ha instalado en el piso inferior un joven matrimonio que poco sabe de lo que significan la soledad y la ausencia de ruidos.
En ese espacio silencioso es en el que mejor oigo mis latidos, la música que acompaña mis horas, el rumor del río en el fondo o el aleteo grácil de los pájaros que juegan en el aire.
La mejor referencia soy yo mismo, con mis latidos lentos, con mis roces en los objetos más cercanos y diarios, con mi sillón mullido, con mi silla más dura, con mi ropa que roza con mi cuerpo, con la comida sólida, con los ruidos internos de mi cuerpo… El silencio me ofrece la seguridad de mi propia presencia, la certeza de que mi ser sigue ahí, andando y progresando por las horas de la vida, hollando los pasillos, las aceras, manejando mis brazos y mis piernas, doblándome hacia el suelo cuando me visto o me calzo…, y oyendo, como sonido más sutil, el último sonido del propio silencio.
Pero sobre todo el silencio me permite oír y escuchar todo lo que me viene de fuera, de ese mundo también tumultuoso que me asusta si no sé distinguir las voces de los ecos. El silencio me permite la lectura y la voz susurrante de tantos otros silenciosos que me hablan con calma y con paciencia, que me aconsejan y no me imponen, que me invitan al diálogo tranquilo y reposado, que me escuchan también con atención. Con ellos muy pocas veces levanto la voz, si acaso la conciencia. Desde ellos configuro mi propio pensamiento, doy vueltas a los conceptos y a veces hasta comprendo el valor negativo de la intolerancia y la fuerza positiva del amor. Con ellos configuro otro mundo diferente desde la sinceridad y desde el intercambio.
Solo se puede escuchar desde el silencio y la atención, con la mente dispuesta y sin ruidos. Lo demás es confusión y caos, inmenso griterío, hartazgo y atropello, imposibilidad de armar conceptos.
Vivo en un mundo repleto de  información externa, de sonidos estridentes que me acosan y no me dejan solo ni un momento para poder oír con sosiego. No sé discriminar tanta fanfarria. Me tapo los oídos y suenan los teléfonos o el grito de luz de la caja tonta. Si anochece y me creo libre del exterior, descubro que no es cierto, que todo sigue sonando para no comunicar nada o casi nada. Esto es un no parar inagotable.
No conozco mejor interlocutor que el que me responde desde mí mismo; mis mejores diálogos se desgranan oyendo las respuestas de ese ser extraño e inconcluso que siempre va conmigo, que me completa y que me desarrolla. Entonces no es necesario  el grito ni la imposición absurda; solo sirve la calma, y sirven las aristas y las dudas, las posibilidades todas y las soluciones varias, la guerra sin heridas y el abrazo sincero. “Quien habla solo espera hablar con Dios un día.” “La música callada, la soledad sonora.” Qué oxímoron hermoso y deseado.

¿Quién asimila el mundo en esta carrera de gritos y rebuznos? Me sumerjo en un canto gregoriano con el coro de Silos y en él me quedo por un rato. Después miraré al cielo y a la luz. Que me hablen en silencio y con cautela; que me enseñen la esencia de la vida; que me protejan de los ruidos sin causa  y me abran el camino para el sabroso mundo del silencio.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

No puede existir el silencio total...recuerdo una experiencia intensisima de silencio en Las Batuecas hace muchos años, y me sorprendió llegar a escuchar el sonido de mi pulso.