Diversas circunstancias me obligan a comer muchos días
solo. A veces me acompaña el ruido de la tele; otras me envuelve el acordado
sonido de la música; siempre, de fondo, el paisaje y el cielo.
En estas circunstancias no tengo que dar cuenta a
nadie, salvo a mí mismo, ni de mi frugalidad ni de mi glotonería; tampoco de la
velocidad ni de los gustos o formas con
las que me hago con la comida y con sus beneficios. El ambiente lo pongo yo; el
ritmo, también; las formas, lo mismo.
Me llaman mucho la atención las formas a las que se
someten los personajes y las personas de toda clase en las reuniones sociales.
Me llaman no por la necesidad de comportarse con buenos modales en público,
sino por lo que me parecen evidentes sobreactuaciones y pérdidas de la
naturalidad. He visto a gentes bebiendo agua de un vaso que se las ve y se las
desea para ingerir apenas un sorbo por las posturicas raras, tal vez
hollywoodienses; las mismas personas que tal vez no hilan ni un silogismo
elemental. Qué se le va a hacer, es la vida, y son las tonterías que se nos
imponen en tantas situaciones y momentos.
Otra vez me quedo con las impresiones de Cervantes en
boca de su dúo inseparable. Esto le decía Sancho a don Quijote en respuesta a
una invitación a sentarse a su lado para comer, en mesa redonda con unos
cabreros:
“!-Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra
merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie
y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun si va a decir verdad,
mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque
sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me
viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo.
Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser
ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de
vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más acomodo y
provecho, que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde
aquí al fin del mundo.” Cap. XI, 1ª parte.
Y todo esto en un ambiente, al fin y al cabo, distendido
y no precisamente versallesco, pues eran cabreros sus acompañantes. Tal vez por
ello “No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros
andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que
con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran
cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más
duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno (del
vino), porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como
arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque (una bota) de dos que
estaban de manifiesto.”
En estas andaban, menudeando la bota y dejándose
llevar por las manos en las viandas, cuando a don Quijote se le soltó la lengua
y desembuchó el famoso discurso de la Edad de Oro, allí, en medio del campo, al
amparo de cualquier encina y al arrullo del agua de cualquier arroyo. Pero su
glosa ya se me hace larga para este contexto.
Pensaba haber dejado nota sobre las apariencias, no de
los modos en la comida, sino sobre los vestidos en los Goya, pero se me fue el
santo al cielo y la memoria a las comidillas de los sábados en el campo, tal
cual Sancho y don Quijote, como cabreros y como pastores al cobijo del té y de
las bebidas, que también embaulamos mientras se nos va la lengua en arreglar el
mundo en imaginación de otra Edad de Oro, tan alejada de esta Edad de Bronce,
de Hierro y aun de Cobre en la que vivimos.
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