El fin de semana me llevó a Madrid. Siempre que voy
cumplo con placer varios protocolos: viajes, visitas, compras, paseos,
espectáculos, consideraciones que se repiten… Todos estos fines de semana
suelen ser muy cumplidos y con escasos tiempos muertos; y eso que a mí
realmente lo que me interesa es la visita a mis familiares y el tiempo que
puedo pasar con ellos.
Asistí a dos espectáculos culturales bien distintos
pero con poso común: la puesta en escena de “Julio César”, la obra de
Shakespeare, con traducción fantástica de Ángel Luis Pujante; y la exposición
de los Guerreros de Xian, en el centro Fernando Fernán Gómez.
Con independencia de cualquier consideración
artística, creí ver en ambos casos la expresión de lo que puede conllevar la
ambición desmedida en la que muchos seres humanos se embarcan, sobre todo en
cuanto tienen en sus manos un poco de poder. A César lo juzgaron las
consideraciones de sus propios compañeros y de sus amigos Bruto, Casio y
compañía; a Qin Shi Huang le perdió la tiranía y la imbecilidad de aspirar
desmedidamente a la inmortalidad a costa de todos los demás. Ambos han
permanecido en el tiempo, es verdad, pero para consideración de los demás seres
acerca de si sus ambiciones fueron justas o fueron desmedidas.
Porque parece que algún grado de ambición en la vida
es saludable: lo contrario es un vestido de indolencia y de abulia. Pero,
¿cuáles han de ser los límites de esa ambición?, ¿a quién tiene que llevarse
por delante su consecución? Y, si se me permite, ¿con qué fines, si se sabe que
el final siempre es próximo en los parámetros infinitos del tiempo?
Tengo la impresión de haber conocido a algún César y a
algún Qin Shi Huang, que han llegado socialmente muy arriba, pero a costa de
demasiados cadáveres en el campo de batalla y con muy escaso reparto de
dignidades cuando se hallan en la tribuna. Se me vienen a la mente enseguida
algunos nombres. Son actitudes que me disgustan profundamente.
En muchos casos, y es la segunda consideración que
apunto en estas líneas, la ambición lleva a mover las conciencias de las masas
en un ejercicio de fácil demagogia en el que el vaivén multitudinario y el
aplauso sencillo se consiguen mejor que el flujo de las olas cuando sube la
marea. César lo conseguía con el pan y el circo, Qin Shi Huang era más brusco y
aplicaba el filo de la espada.
¿Y qué otra cosa se emplea ahora para ese
adormecimiento de conciencias sino el pan, el circo y la espada forrada de
terciopelo e invisible, en una lucha
feroz trucada de números y de imágenes?
Césares y emperadores, figurones y espectadores
idiotas, banqueros y aspirantes a llegar a fin de mes, ilusionados e
ilusionistas, y todos los otros niveles cotidianos de más y de menos, de
engañantes y de engañados.
¿Hasta dónde es permisible la ambición si supone el
sometimiento y la falta de libertad de los demás? ¿En nombre de qué y con qué
acciones podemos actuar para eliminar esas ambiciones desmedidas? Cuando se
quiere eliminar un exceso de poder, ¿con qué fin lo hacemos?, ¿no será para
cambiar el sujeto ambicioso solamente?
En Madrid quedaron Julio César y Qin Shi Huang; el
concepto de la ambición, del poder desmedido y la privación de libertad para
los demás que ello supone se expandieron en el aire y esta mañana de lunes
vinieron a mi mente y a esta ventana en la que se han posado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario