lunes, 17 de febrero de 2014

LA AMBICIÓN DE CÉSAR Y DE QIN SHI HUANG


El fin de semana me llevó a Madrid. Siempre que voy cumplo con placer varios protocolos: viajes, visitas, compras, paseos, espectáculos, consideraciones que se repiten… Todos estos fines de semana suelen ser muy cumplidos y con escasos tiempos muertos; y eso que a mí realmente lo que me interesa es la visita a mis familiares y el tiempo que puedo pasar con ellos.
Asistí a dos espectáculos culturales bien distintos pero con poso común: la puesta en escena de “Julio César”, la obra de Shakespeare, con traducción fantástica de Ángel Luis Pujante; y la exposición de los Guerreros de Xian, en el centro Fernando Fernán Gómez.
Con independencia de cualquier consideración artística, creí ver en ambos casos la expresión de lo que puede conllevar la ambición desmedida en la que muchos seres humanos se embarcan, sobre todo en cuanto tienen en sus manos un poco de poder. A César lo juzgaron las consideraciones de sus propios compañeros y de sus amigos Bruto, Casio y compañía; a Qin Shi Huang le perdió la tiranía y la imbecilidad de aspirar desmedidamente a la inmortalidad a costa de todos los demás. Ambos han permanecido en el tiempo, es verdad, pero para consideración de los demás seres acerca de si sus ambiciones fueron justas o fueron desmedidas.
Porque parece que algún grado de ambición en la vida es saludable: lo contrario es un vestido de indolencia y de abulia. Pero, ¿cuáles han de ser los límites de esa ambición?, ¿a quién tiene que llevarse por delante su consecución? Y, si se me permite, ¿con qué fines, si se sabe que el final siempre es próximo en los parámetros infinitos del tiempo?
Tengo la impresión de haber conocido a algún César y a algún Qin Shi Huang, que han llegado socialmente muy arriba, pero a costa de demasiados cadáveres en el campo de batalla y con muy escaso reparto de dignidades cuando se hallan en la tribuna. Se me vienen a la mente enseguida algunos nombres. Son actitudes que me disgustan profundamente.
En muchos casos, y es la segunda consideración que apunto en estas líneas, la ambición lleva a mover las conciencias de las masas en un ejercicio de fácil demagogia en el que el vaivén multitudinario y el aplauso sencillo se consiguen mejor que el flujo de las olas cuando sube la marea. César lo conseguía con el pan y el circo, Qin Shi Huang era más brusco y aplicaba el filo de la espada.
¿Y qué otra cosa se emplea ahora para ese adormecimiento de conciencias sino el pan, el circo y la espada forrada de terciopelo e invisible,  en una lucha feroz trucada de números y de imágenes?
Césares y emperadores, figurones y espectadores idiotas, banqueros y aspirantes a llegar a fin de mes, ilusionados e ilusionistas, y todos los otros niveles cotidianos de más y de menos, de engañantes y de engañados.
¿Hasta dónde es permisible la ambición si supone el sometimiento y la falta de libertad de los demás? ¿En nombre de qué y con qué acciones podemos actuar para eliminar esas ambiciones desmedidas? Cuando se quiere eliminar un exceso de poder, ¿con qué fin lo hacemos?, ¿no será para cambiar el sujeto ambicioso solamente?

En Madrid quedaron Julio César y Qin Shi Huang; el concepto de la ambición, del poder desmedido y la privación de libertad para los demás que ello supone se expandieron en el aire y esta mañana de lunes vinieron a mi mente y a esta ventana en la que se han posado.

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