En mi última visita a Ávila se me
cruzó en el camino la necesidad de ir a recoger a la estación de tren a un
sobrino que llegaba de Madrid. Acudí solícito y esperé tan solo unos minutos
hasta que lo vi aparecer con su maleta a cuestas. Un beso de saludo y al coche.
De la estación a su casa no hay
más de cinco minutos en automóvil. Pero es que, a los tres de trayecto, ya se
había ejemplificado lo que es vivir en el continuo malentendido. Cualquiera de
los dos había entendido al revés algo que tenía que ver con las novedades
generales por Madrid y con los años que ese sobrino llevaba residiendo en
Ávila. Son dos equivocaciones de escaso pelo, pero suficientes para concluir
entre personas algo inteligentes que, sin los contextos y sin la buena
voluntad, todo se echa a perder y corre el riesgo de derivar en cualquier
fantasma incontrolable. No fue el caso, por supuesto, pues solo sirvió para la
consideración que aquí esbozo y para unas risas compartidas.
Tengo para mí que el mundo anda
lleno de equívocos y de malas interpretaciones. A veces esas interpretaciones
equivocadas tienen que ver con el nivel fónico y con la oreja o la boca mal
equipados para la emisión y para la recepción del mensaje; son más de las que
parece. Otras veces se producen en otros niveles que implican el
desconocimiento de los significados de palabras o de las oraciones, el olvido
de los contextos en los que se producen esos significados o de las situaciones
en las que se generan las comunicaciones. De vez en cuando se mezclan casi
todos los niveles y se produce tal grado de contaminación acústica y
significativa que no hay manera si no se acude a la limpieza de la bonhomía y
del sentido común. Y como, a pesar de todas las mejores intenciones, cada hijo
de vecino se mueve en unas circunstancias personales diferentes, todo se
revuelve y se pone gris y alborotado.
Cualquier nivel nos sirve para comprobar
la certeza de esta afirmación. Ver perorar a Rajoy o a Rubalcaba, por simplificar,
y darse cuenta de que, según de qué manera se observen sus afirmaciones, algo
de razón tienen ambos (a mí me parece que uno bastante más que el otro), y
verlos cómo siguen afanados en lanzar al viento sus verdades absolutas nos sitúa
en la necesidad de aplicar serenidad y seso, cordura y buena voluntad a lo que
oímos.
Pero lo que hacen ellos lo
hacemos todos a cada instante. Yo, desde luego: buen ejemplo es este de Ávila. No
veo cómo se puede tranquilizar el ambiente y la convivencia si no es desde esa
buena disposición de la voluntad para aclarar tanto mal entendido como corre
por ahí.
Hay tal vez, entre otras, una
pega que se opone a ello: seguro que, cuando se aclaran las situaciones con
serenidad, se modelan las realidades y se tranquilizan las opiniones y las
actuaciones; pero también entonces se aclaran y se desmitifican muchas torres
de humo y muchas realidades que acaso están apoyadas en bases de barro muy poco
consistentes. Y a eso tal vez no estemos siempre dispuestos.
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