Me quedan unos restos de
actividad académica: una tarde a la semana acudo a la sede que la UNED tiene
abierta en Béjar para ejercer la tutoría de los alumnos que acceden a una
carrera universitaria. Les doy clase de lengua española y de comentario de
texto. Son solo dos horas pero con ello mato el gusanillo y me siento un poco más
en forma y menos olvidado. Los últimos temas de sintaxis analizan la unidad
superior de relaciones lingüísticas, la oración, y en su escudriñamiento tienen
que ver los alumnos cómo se va tejiendo la red de relaciones que conforman una
oración y, lo que es más importante, una idea. En ello andamos. El asunto se
complica cuando la oración se hace compleja y se alarga en sus apartados y
complementos, hasta llegar a los más mínimos detalles.
Procuro hacer hincapié ante mis
alumnos en la correspondencia que existe entre las formas de pensar y sus
traslados lingüísticos en general. Siempre les digo que el más brutote y el
menos cultivado es el que parece, ante los demás, que todo lo tiene claro y que
muy pocas veces transita caminos intermedios. La consecuencia es que usa frases
cortas, a veces inacabadas, con escasos complementos y menos composición. Por
el contrario, el más cultivado y el más sabio es aquel que duda más, que
encuentra más aristas en los razonamientos, que observa los grises entre los
blancos y los negros, que aspira a más sutileza, que alcanza más detalles y más
perfiles. Después lo vuelca en oraciones más extensas, con más complementos,
con más complejidad y subordinación. En definitiva, que la lengua es una de las
mejores muestras, si no la mejor, de la personalidad y de la forma de ser de
cada ser humano. A mí me sirve, además, para demostrar a los demás y convencerme
a mí mismo siempre de que el estudio de cualquier disciplina alcanza su último
valor no en sí misma sino puesta al servicio de la vida real del ser humano,
eso que olvidan tanto los legisladores de derechas y los profesores de la misma
cuerda.
El desarrollo del programa me ha
pillado con el asunto este del debate sobre el estado de la nación. Vi algo a
primeras horas de la tarde y, por alguna razón, me acordé de mis clases de
lengua y de comentario de texto. Comprendo las exigencias del tiempo y del
espacio (yo mismo me las impongo en esta ventana cada día), pero, a pesar de
todo, parecía como si los oradores se exigieran a sí mismos -tal vez empujados
por los electores y por sus propios compañeros sobre todo- el aquí te cojo y
aquí te mato, el esquema y el dato escueto, el olvido del contexto, la
imposibilidad del matiz, la negación de la mano tendida, el descuido de la
bondad de la bajada de tono y la serenidad, la obligatoriedad de la
superioridad sobre el contrario y el jugarse el ser o no ser personal ante sus
colegas y ante los medios de comunicación.
La realidad tiene muchos matices,
los contextos en los que nos movemos
dictan muchas obligaciones, los datos son siempre interpretables… Y
vencer o no vencer personalmente tiene escasa importancia; o debería, porque
esta sociedad parece que lo fía todo a la apariencia y a la desigualdad, y los
medios y los lectores y oyentes parece que andamos como deseosos de ver cómo
alguien cae a la lona y es humillado por el vencedor. Ya lo vio muy bien
Cervantes cuando nos cuenta las sensaciones de los espectadores en la no cumplida
lucha entre don Quijote y el repentinamente enamorado Tosilos.
Una subordinada adverbial de
modo, de tiempo o causal puede explicar con exactitud el porqué del valor del
verbo de la principal y dar con el quid real y definitivo del mismo. Pues vamos
a echar esa subordinada a la calle, en la serenidad y en la buena voluntad,
para entender lo que realmente quería decir el verbo y hasta el sujeto. En el
debate acerca del estado de la nación y en el debate que diariamente trabamos
con nosotros mismos, con los demás y con la vida.
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