La Historia deposita sus despojos
con una lentitud inteligente. Cualquier hecho se fija primero en sus datos
físicos, inmediatamente en sus contornos emocionales y, luego, poco a poco, se
va dejando llevar hacia el terreno de la laxitud, de la serenidad y acaso del
olvido.
Hoy es 11-M y se cumple el décimo
aniversario del mayor atentado terrorista en Europa. Son solo diez años pero
parece que no son poca cosa. Aquella mañana todo fue sorpresa, sobresaltos y
acumulación de cadáveres, donaciones de sangre y miles y miles de actos de
solidaridad: suma de datos nuevos.
Inmediatamente, acaso al mismo
tiempo, fue un río de emociones, de lloros, de tristezas, de manifestaciones
espontáneas, de silencios sonoros, de miradas oscuras, de temblores agudos.
Como si el misterio y lo inevitable se hubieran apoderado de todos nosotros.
Las emociones iban tomando cuerpo a medida que los elementos físicos se iban
concretando.
Enseguida llegó la hora de las
interpretaciones, a pesar de andar todos metidos en el reino de las emociones,
que acuchillaban a todos por los cuatro costados. El cuadro de intereses electorales
y políticos agrió enseguida aquello, todo aquello que buscaba sin rumbo una
causa aparente.
Y en medio y a los lados esos
medios de comunicación, que andaban también ellos cargados de intereses y
trufados de sombras por tanto sobresalto.
Y no llegó la paz ni en casa ni
en las calles. Los muertos se enterraron, el dolor siguió vivo pero se fue
encogiendo en el corazón de los más allegados. Y muy pronto se dejaron llevar
por el empuje de tanto aprovechado que jugó al escondite con sus muertos, con
su dolor y con sus lágrimas. Fue la etapa de la comisión de investigación en
las instituciones, aquella en la que unos lloraban y otros leían tranquilamente
el periódico. Algunos incluso se reían, que yo los vi mientras echaba pestes
contra ellos. Uno de ellos, por concretar algo más, se forra los bolsillos en
una compañía de telefonía, hasta donde llegó empujado por el dedo del Gobierno,
seguro que para cumplir su deseo de ir a la política para forrarse. Se sigue
llamando Eduardo Zaplana.
Y el tiempo puso pausa al
desconsuelo, destensó los terrenos del corazón y de los impulsos en la gente de
la calle y los dejó emponzoñados en algunos medios de comunicación que se han
servido del dolor para llenar sus arcas y sus cuentas a costa de los muertos. Aún
siguen en ello, agitando el señuelo de cualquier imperfección y de cualquier
error menor. Bien poco les importa: es su banderín de enganche para que unos
cientos de miles de fanáticos sigan en pie de guerra. Su tono desmedido ha
impuesto a la otra parte una especie de muro que impide traspasar cualquier
duda en el caso. Y así resulta inútil toda aproximación serena hasta los hechos.
Porque si traficar sin moral con la sangre de los muertos imposibilita el diálogo
con cualquiera de esos traficantes, tampoco es menos cierto que en las causas
son los datos los que empujan a ir hasta donde la inteligencia alcance, y, si
hay datos nuevos, ándele, coño, y tírese del hilo hasta el principio, aunque no
sea más que para dejar en mayor ridículo si cabe a tanto fanático y a tanto
iluminado.
Pero ¿y las otras gentes? Porque
hay otros golpeados por el dolor de la barbarie. Pienso en los creadores y en
las gentes sensibles. La verdad judicial se ha consumado, salvo muy improbables
nuevos datos significativos; la verdad emocional anida en los familiares de las
víctimas y en los heridos, y, en menor medida, en un rinconcito cada vez más
pequeño de las gentes; la verdad simbólica se guardará en los textos que digan
cualquier cosa de aquel día. E incluso en estos textos habrá diversas capas. Se
han escrito ya libros; se escribirán más páginas; se abordarán los hechos como
centro de todo o como pequeño capítulo de otras historias más amplias. Y la
Historia irá depositando algunos restos en capas superpuestas y en silencio.
Para un libro colectivo acerca de
esta tragedia me pidieron un poema que ahora mismo ni recuerdo ni encuentro. Pero
sí retengo en la memoria el par de versos que dejé en el monumento madrileño de
Atocha. El primero evocaba uno de Claudio Rodríguez, el segundo guardaba toda
la rabia contenida ante la posible causa de la tragedia. Eran estos: “SIEMPRE
LA CLARIDAD VIENE DEL CIELO: / NO CONFUNDÁIS EL CIELO CON LOS DIOSES.”
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