jueves, 20 de marzo de 2014

GESTOS


Buena parte de los esfuerzos de mi vida laboral han ido encaminados a mostrar la importancia del sistema de comunicación que tiene como base el lenguaje articulado. He estado siempre convencido de su carácter decisivo en la convivencia y en la propia existencia humana. Creo que esa convicción me ha dado fuerzas y energías muchos días para cumplir un poco más dignamente con mi profesión. Hace un par de días terminaba la parte del programa de mis clases de la UNED dedicada al estudio de las características de cada uno de los tres niveles que componen ese sistema hasta terminar en el de las relaciones de la unidad más compleja, eso que llamamos oración. Terminaba con una consideración acerca del valor del sistema, no como acertijo en el que hay que acertar el nombre técnico de cada elemento, sino como conjunto de intercomunicaciones que sirven para construir un complejo alucinante que nos permite que la relación entre personas sea algo más precisa técnicamente y un poco más placentera para todos. Como sucede siempre que realizo esta explicación, hay alumnos que parece que entienden hasta qué honduras puede llegar lo que les digo si es realmente así como les cuento, y hay otros que tal vez se queden con la duda o incluso con el desinterés. Los del último día ponían caras muy raras, y creo que no en sentido negativo precisamente.
Pero yo, que sigo defendiendo la bondad y la potencia de este sistema de comunicación, el lingüístico, quiero dejar aquí constancia de la importancia de los gestos, también como elemento esencial en nuestros intercambios y en nuestra convivencia.
Gesto, seguramente de “gestus” y este de “gerere”, o sea, lo hecho, lo gestionado, lo activado y completo, ese signo visible y externo, o casi, que chispea y deja un destello de luz que ilumina nuestros sentidos y nuestra conciencia. Un gesto es siempre una carga de connotación que necesita serenarse y concretarse desde la interpretación de quien lo recibe.
La vida está llena de gestos, de gestos físicos y de gestos mentales, de movimientos medibles y significativos así como de actitudes que anuncian todo un código de conducta.
No sé muy bien por qué se suele acotar el gesto a la cara si son tal vez las manos las que mejor practican los gestos de los que nos servimos. Tal vez otra vez la vista haga de las suyas y acapare lo que no le pertenece, al menos del todo.
Y tengo para mí que nos movemos cada día más en el mundo de los gestos, de los elementos visibles, táctiles o de los demás sentidos, y que la palabra, que acaso nos empuja algo más a la elaboración y al análisis desde el pensamiento, anda un poco de capa caída. Es el mundo de la imagen y de lo instantáneo, de lo que cambia para seguir igual, de lo que no es permanente, de la velocidad y de la renovación. Lo permanente es la moda, la evolución, lo inconsistente. Parece como si volviéramos a refugiarnos en lo elemental y primitivo pero en velocidad continuada y creciente.
Lo mismo que me gusta la palabra serena y grave, me interesan los gestos que no son estridentes, que dejan su poso para mucho tiempo aunque pierdan su espectacularidad, que aparecen humildes y se quedan en el mundo de la sugerencia y de la evocación. De hecho, aunque abuse mucho de ellos esta sociedad de las prisas, muchos de ellos permanecerán durante mucho tiempo y seguirán incendiando las mentes y las emociones de muchas personas con la simple acción de darlos o de recibirlos.
Pienso en algunos gestos como el del puño en alto, el de la mano extendida o el de la cruz, que han movido los sentimientos de tantos millones de personas.

Yo me puedo conformar con un gesto sencillo de comprensión mecido en una mano extendida, o en una sonrisa sencilla y bondadosa. No es poco para los tiempos que corren. Y, además, cuestan muy poco.

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