Buena parte de los esfuerzos de
mi vida laboral han ido encaminados a mostrar la importancia del sistema de
comunicación que tiene como base el lenguaje articulado. He estado siempre
convencido de su carácter decisivo en la convivencia y en la propia existencia
humana. Creo que esa convicción me ha dado fuerzas y energías muchos días para
cumplir un poco más dignamente con mi profesión. Hace un par de días terminaba
la parte del programa de mis clases de la UNED dedicada al estudio de las
características de cada uno de los tres niveles que componen ese sistema hasta
terminar en el de las relaciones de la unidad más compleja, eso que llamamos
oración. Terminaba con una consideración acerca del valor del sistema, no como
acertijo en el que hay que acertar el nombre técnico de cada elemento, sino
como conjunto de intercomunicaciones que sirven para construir un complejo
alucinante que nos permite que la relación entre personas sea algo más precisa
técnicamente y un poco más placentera para todos. Como sucede siempre que
realizo esta explicación, hay alumnos que parece que entienden hasta qué
honduras puede llegar lo que les digo si es realmente así como les cuento, y
hay otros que tal vez se queden con la duda o incluso con el desinterés. Los
del último día ponían caras muy raras, y creo que no en sentido negativo
precisamente.
Pero yo, que sigo defendiendo la
bondad y la potencia de este sistema de comunicación, el lingüístico, quiero
dejar aquí constancia de la importancia de los gestos, también como elemento
esencial en nuestros intercambios y en nuestra convivencia.
Gesto, seguramente de “gestus” y
este de “gerere”, o sea, lo hecho, lo gestionado, lo activado y completo, ese
signo visible y externo, o casi, que chispea y deja un destello de luz que
ilumina nuestros sentidos y nuestra conciencia. Un gesto es siempre una carga
de connotación que necesita serenarse y concretarse desde la interpretación de
quien lo recibe.
La vida está llena de gestos, de
gestos físicos y de gestos mentales, de movimientos medibles y significativos
así como de actitudes que anuncian todo un código de conducta.
No sé muy bien por qué se suele
acotar el gesto a la cara si son tal vez las manos las que mejor practican los
gestos de los que nos servimos. Tal vez otra vez la vista haga de las suyas y
acapare lo que no le pertenece, al menos del todo.
Y tengo para mí que nos movemos
cada día más en el mundo de los gestos, de los elementos visibles, táctiles o
de los demás sentidos, y que la palabra, que acaso nos empuja algo más a la
elaboración y al análisis desde el pensamiento, anda un poco de capa caída. Es
el mundo de la imagen y de lo instantáneo, de lo que cambia para seguir igual,
de lo que no es permanente, de la velocidad y de la renovación. Lo permanente
es la moda, la evolución, lo inconsistente. Parece como si volviéramos a
refugiarnos en lo elemental y primitivo pero en velocidad continuada y
creciente.
Lo mismo que me gusta la palabra
serena y grave, me interesan los gestos que no son estridentes, que dejan su
poso para mucho tiempo aunque pierdan su espectacularidad, que aparecen
humildes y se quedan en el mundo de la sugerencia y de la evocación. De hecho,
aunque abuse mucho de ellos esta sociedad de las prisas, muchos de ellos
permanecerán durante mucho tiempo y seguirán incendiando las mentes y las emociones
de muchas personas con la simple acción de darlos o de recibirlos.
Pienso en algunos gestos como el
del puño en alto, el de la mano extendida o el de la cruz, que han movido los
sentimientos de tantos millones de personas.
Yo me puedo conformar con un gesto
sencillo de comprensión mecido en una mano extendida, o en una sonrisa sencilla
y bondadosa. No es poco para los tiempos que corren. Y, además, cuestan muy
poco.
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