Asistí ayer a la proyección de la
película “Ocho apellidos vascos”, una comedia que cuenta las peripecias de un
joven andaluz que se enamora de una chica vasca y que tiene que hacerse pasar
por vasco, en territorio vasco, en su
intento de conquistarla.
Menos mal que tiene un límite
temporal de tres días, si no, no sé cómo le habría salido el disfraz. Técnicamente
me parece irregular, pero está trufada de escenas cargadas de gracia y, sobre
todo, me parece muy interesante el fondo que plantea de triunfo del amor y
hasta del sentido común frente a cualquier otra consideración de tipo
territorial, de costumbres o lingüístico. Los clichés se vuelven inevitables y
tal vez necesarios si pensamos que el cine es un diálogo con el espectador y
tiene que atender a un público muy general y diverso.
Pero en este caso a mí me ha
interesado sobre todo el fondo de relación entre comunidades o entre los
prejuicios y estereotipos que funcionan en el asunto de los nacionalismos. Y no
me deja del todo satisfecho lo que vi en la pantalla. Sobre todo en lo que se
refiere a la gente de las tierras vascas. No se puede olvidar que estas imágenes
son las que forman opinión generalizada del conjunto de la población, mucho más
que cualquier otro estudio o investigación, y que después actuamos a partir de
estas imágenes y tópicos. De cualquier manera me resulta complicada la
interpretación. Si lo que se refleja es ajustado a la realidad, malo, pues lo
que se traslada es una sensación de rudeza, de atavismo, hasta de aldeanismo,
poco positivo; eso sí, con un fondo de nobleza interesante. Si el reflejo no es
el de la realidad, no quiero ni pensar la reacción de los de aquellas tierras
ni el mal favor que se le presta a la realidad. La imagen del andaluz resulta
mucho más soportable y llevadera, tal vez por conocida, aunque anda también
salpicada de clichés y de estereotipos.
Como ocurre con las propuestas
optimistas, triunfa el lado positivo y el amor se impone a los prejuicios regionales
o de otro tipo.
Cualquier espectador del centro y
del sur de la península saldrá convencido de la estrechez de los nacionalismos
frente al valor de la integración y los sentimientos que son comunes a todos
los humanos. No sé si sucederá lo mismo en los espectadores vascos. Me gustaría
que sirviera para eso también entre ellos.
Claro que, ya puestos, mejor
hubiera sido que el encuentro final y el triunfo del amor se hubiera producido
en Madrid, o en Valladolid, o en Salamanca; en fin, en cualquier punto del
centro, algo así como a medio camino entre lugares, entre culturas, entre
lenguas y entre personas normales que buscan lo que les une y que no hacen
bandera de lo que les separa.
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