miércoles, 26 de marzo de 2014

OCHO APELLIDOS VASCOS


Asistí ayer a la proyección de la película “Ocho apellidos vascos”, una comedia que cuenta las peripecias de un joven andaluz que se enamora de una chica vasca y que tiene que hacerse pasar por vasco,  en territorio vasco, en su intento de conquistarla.
Menos mal que tiene un límite temporal de tres días, si no, no sé cómo le habría salido el disfraz. Técnicamente me parece irregular, pero está trufada de escenas cargadas de gracia y, sobre todo, me parece muy interesante el fondo que plantea de triunfo del amor y hasta del sentido común frente a cualquier otra consideración de tipo territorial, de costumbres o lingüístico. Los clichés se vuelven inevitables y tal vez necesarios si pensamos que el cine es un diálogo con el espectador y tiene que atender a un público muy general y diverso.
Pero en este caso a mí me ha interesado sobre todo el fondo de relación entre comunidades o entre los prejuicios y estereotipos que funcionan en el asunto de los nacionalismos. Y no me deja del todo satisfecho lo que vi en la pantalla. Sobre todo en lo que se refiere a la gente de las tierras vascas. No se puede olvidar que estas imágenes son las que forman opinión generalizada del conjunto de la población, mucho más que cualquier otro estudio o investigación, y que después actuamos a partir de estas imágenes y tópicos. De cualquier manera me resulta complicada la interpretación. Si lo que se refleja es ajustado a la realidad, malo, pues lo que se traslada es una sensación de rudeza, de atavismo, hasta de aldeanismo, poco positivo; eso sí, con un fondo de nobleza interesante. Si el reflejo no es el de la realidad, no quiero ni pensar la reacción de los de aquellas tierras ni el mal favor que se le presta a la realidad. La imagen del andaluz resulta mucho más soportable y llevadera, tal vez por conocida, aunque anda también salpicada de clichés y de estereotipos.
Como ocurre con las propuestas optimistas, triunfa el lado positivo y el amor se impone a los prejuicios regionales o de otro tipo.
Cualquier espectador del centro y del sur de la península saldrá convencido de la estrechez de los nacionalismos frente al valor de la integración y los sentimientos que son comunes a todos los humanos. No sé si sucederá lo mismo en los espectadores vascos. Me gustaría que sirviera para eso también entre ellos.

Claro que, ya puestos, mejor hubiera sido que el encuentro final y el triunfo del amor se hubiera producido en Madrid, o en Valladolid, o en Salamanca; en fin, en cualquier punto del centro, algo así como a medio camino entre lugares, entre culturas, entre lenguas y entre personas normales que buscan lo que les une y que no hacen bandera de lo que les separa. 

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