La vida se sirve de mil maneras
para presentarnos su realidad, que es la nuestra, la que nos va haciendo
sabedores de algo de lo que somos, de algo de lo que querríamos ser y de algo
de lo que nunca seremos. Seguro que solo hay que estar atentos y poner en orden
nuestras antenas, nuestros sentidos, y sobre todo ese último sentido al que
siempre conviene acudir y que llamamos sentido común.
Paso algunos fines de semana en
Madrid y casi todos aprovecho para asistir a alguna representación teatral. En
Madrid, como en todas las grandes ciudades, anida todo, lo mejor y lo peor, lo
ocasional y lo permanente, lo claro y lo turbio, lo portentoso y lo mostrenco,
lo más estilizado y lo más grosero. Y hay gente para todo, como si el mundo
entero estuviera en la calle para verse y para sentirse próximos unos a otros.
En el teatro, unas veces acierto
y otras no tanto; acaso porque también importa, y mucho, el estado de ánimo con
el que, como espectador, me acerco a las salas. Pero suelo tener bastante
suerte. Eso que le debo a mi familia, que me lo dispone todo -hasta su mejor
disposición- para que yo me encuentre muy a gusto.
El sábado asistí en el teatro
Bellas Artes a la representación de la obra “El estanque dorado”. Fue un festín
de teatro, de texto, de dicción, de personajes, de ambiente y de sensibilidad. Pocas
veces tiene uno la suerte de ver y de sentir la presencia conjunta de Lola
Herrera y de Héctor Alterio encima del escenario. Este actor argentino me
parece que, a día de hoy, se encuentra en el cenit de su fuerza interpretativa
y de sus cualidades teatrales: ritmo, gestos, vocalización, intensidad,
movimientos, silencios…, todo, absolutamente todo. Sublime. La réplica de Lola
Herrera también está a la altura.
Pero fue festín también para los
sentidos y para el pensamiento, que, al fin y al cabo, es algo que perdura un
poco más y que se ofrece a cualquiera para ser rumiado. Se escenificaba la
situación vital de dos ancianos en la que, cada uno con su carácter (más brusco
en él, más vitalista y positivo en ella), hacían frente a ese trance en el que
casi todo queda por detrás y poco por delante. A pesar de todo, tienen que
andar esa última etapa mirando tanto al pasado como al futuro. Es, ni más ni
menos, esa situación en la que todos, o casi todos, terminamos por encontrarnos
por imperativos vitales. Los contrastes entre sus caracteres, el ánimo
diferente que animaba a cada uno de ellos, el empuje desigual que manifestaban,
sus roces con la vida llevados de manera desigual, la mayor o menor intensidad
racional o emocional que le echaban a la vida… proponían un panorama del que
nadie se podía escapar sin darse por aludido e invitado a reflexionar. El autor
del texto anduvo muy fino al presentar un hecho tan dramático con formas de
desigualdad, buscadas en el cambio continuo del tono trágico al cómico.
Vi gente cerca de mí que lloraba
y que reía indistintamente. Y no me extrañó nada que afloraran así los
sentimientos. Porque somos nosotros y son los que nos rodean, los que nos
rodearon y los que estarán, tal vez pronto, cerca de nosotros.
Y es que el tiempo -otra vez el
tiempo- nos va haciendo fotos de un álbum que va del color al blanco y negro,
pasando por el gris con muchas páginas. También en las últimas páginas, esas
que se tambalean entre los recuerdos, la falta de pudor y la expresión directa,
las deficiencias, los olvidos y el poso de ternura que queda como rescoldo si
se ha sabido cultivar.
Todos podemos hacer nuestro
pequeño estanque dorado junto al que sentarnos y darnos un abrazo. Para
recordar, para desengañarnos, para engañarnos también, para sentirnos más
presentes, para pedir ayuda, para entender que, a pesar de todo, bien merece la
pena echarle un guiño a la vida y reírnos un poco, también en medio de la amargura.
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