Sigo dejando horas, muchas horas,
buscando entre las páginas elementos que me alumbren y que me sirvan de guía en
este caminar de cada día. Sé que hay otros caminos y que la universidad popular
de la vida y de la calle no ofrece malas clases si sabes escuchar y tomar
apuntes, pero a mí me ha tocado esta fórmula y no estoy descontento de la
suerte. Sigo leyendo creo que mucho (concepto relativo como tantos) y sé que
mucho de lo que expreso es poso indefinido de lo que ha pasado antes de las
páginas a mis ojos y a mi mente. Mucho me gustaría que se hubiera quedado para
siempre en esa escala de valores imprecisa y vaga que a cada uno de nosotros
nos conforma.
Algunos libros me arañan un poco
más. No necesariamente tienen por qué ser los mejores; acaso solo tal vez es el
contexto el que los hace más próximos o los convierte en espejos en los que uno
se ve reconocido en mayor medida.
De vez en cuando doy noticia de
alguno y recojo algún párrafo o gloso alguna idea que me llama la atención. Hoy
hago práctica de ello.
Acabo de leer el libro “Dejando atrás los vientos. Memorias
1982-1991”, cuyo autor es Alfonso Guerra. El autor, en cualquiera de sus
acepciones -y tiene para todos los gustos- es uno de las personas más
representativas del socialismo español de los últimos decenios; su actividad
política ha importado tanto a partidarios como a detractores; y, por si fuera
poco, todavía sigue al pie del cañón aportando ideas y emitiendo opiniones
acerca de lo divino y de lo humano. A mí siempre me ha parecido que es una
persona preparada, culta, con voluntad de estado y, en conjunto, un personaje
llamativo tanto en su pensamiento como en su actuación. De esos pocos a los que
merece la pena acercarse para ver qué dicen y para comparar con lo que uno
piensa.
Y he visto en él bastante de lo
que me esperaba y alguna cosa que me deja dudas. Me parece un político de muy
alta talla, con visión general basada en una ideología que solo se mantiene
sobre la base de una cultura amplia y trabada. Tengo la seguridad de que su
labor en el Gobierno fue decisiva y no se entendería el decenio de los ochenta
sin su actividad y sin sus decisiones. Y, por encima de todo lo demás, me
parece que late una persona familiar y humanista, incapaz de olvidar lo que
suponen la sensibilidad, el arte, la literatura, la música o la familia, a
pesar de las continuas actividades sociales y políticas.
Son centenares las claves que
ofrece para conocer aspectos, obras o decisiones de aquellos años, pero a mí me
satisface que nunca desaparezca el hombre, el padre de familia, el lector, el
ideólogo y el simple ciudadano.
Las dudas me vienen por otros parámetros.
El primero es el de que, obviamente, se trata de su propia versión. Falta la de
los demás para contrastar y quedarse con lo que más convenza. Me parece también
que Alfonso Guerra veía tal vez demasiados fantasmas entre algunos de sus
compañeros, fantasmas que no explica demasiado sino que hace asomar con trazos
gruesos e inmediatos para extraer consecuencias drásticas. Y uno más, en el que
desgraciadamente coincido, es el de la distancia, por no decir el rechazo, que
propone con las informaciones de buena parte de la prensa y las deformaciones
de la realidad que, a su juicio -y al mío-, ofrecía y ofrece continuamente de
manera interesada.
Pero poco importa todo ello: creo
que sobresalen los elementos positivos frente a las dudas. En esta memorias hay
ideas, doctrina, sensibilidad, altura de miras, descripción de muchos
entresijos vividos en primera persona, rabias contenidas, desenmascaramientos,
un poquito de ego y creo que mucha sinceridad. Ah, y me gustaría conocer creación
de Alfonso Guerra: me parece que tiene cualidades sobradas para la creación
ensayística, teatral y literaria.
El tiempo le ha hecho, pienso,
sopesar aquella idea que él mismo cita de Max Weber acerca de las diferencias
entre “la ética de las ideas y la ética de las responsabilidades.” Tal vez eso,
entre otras cosas, le ha llevado a salvarse de aquella afirmación que él mismo
formula: “Es una ley inexorable: los hombres que realizan un cambio profundo en
la sociedad o en un colectivo de ella,
los que protagonizan una revolución, son ineluctablemente devorados por ella.”
Ahí sigue, como prueba de que, en
su caso, no se ha cumplido esa ley, que a mí también me parece lamentable y
casi universal.
Pero, como siempre, lo mejor es
asomarse a las páginas, a las casi 400 páginas que glosan el decenio, la
persona y hasta el personaje. A mí me han resultado muy interesantes.
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