viernes, 20 de junio de 2014

ALFONSO GUERRA: MEMORIAS


Sigo dejando horas, muchas horas, buscando entre las páginas elementos que me alumbren y que me sirvan de guía en este caminar de cada día. Sé que hay otros caminos y que la universidad popular de la vida y de la calle no ofrece malas clases si sabes escuchar y tomar apuntes, pero a mí me ha tocado esta fórmula y no estoy descontento de la suerte. Sigo leyendo creo que mucho (concepto relativo como tantos) y sé que mucho de lo que expreso es poso indefinido de lo que ha pasado antes de las páginas a mis ojos y a mi mente. Mucho me gustaría que se hubiera quedado para siempre en esa escala de valores imprecisa y vaga que a cada uno de nosotros nos conforma.
Algunos libros me arañan un poco más. No necesariamente tienen por qué ser los mejores; acaso solo tal vez es el contexto el que los hace más próximos o los convierte en espejos en los que uno se ve reconocido en mayor medida.
De vez en cuando doy noticia de alguno y recojo algún párrafo o gloso alguna idea que me llama la atención. Hoy hago práctica de ello.
Acabo de leer  el libro “Dejando atrás los vientos. Memorias 1982-1991”, cuyo autor es Alfonso Guerra. El autor, en cualquiera de sus acepciones -y tiene para todos los gustos- es uno de las personas más representativas del socialismo español de los últimos decenios; su actividad política ha importado tanto a partidarios como a detractores; y, por si fuera poco, todavía sigue al pie del cañón aportando ideas y emitiendo opiniones acerca de lo divino y de lo humano. A mí siempre me ha parecido que es una persona preparada, culta, con voluntad de estado y, en conjunto, un personaje llamativo tanto en su pensamiento como en su actuación. De esos pocos a los que merece la pena acercarse para ver qué dicen y para comparar con lo que uno piensa.
Y he visto en él bastante de lo que me esperaba y alguna cosa que me deja dudas. Me parece un político de muy alta talla, con visión general basada en una ideología que solo se mantiene sobre la base de una cultura amplia y trabada. Tengo la seguridad de que su labor en el Gobierno fue decisiva y no se entendería el decenio de los ochenta sin su actividad y sin sus decisiones. Y, por encima de todo lo demás, me parece que late una persona familiar y humanista, incapaz de olvidar lo que suponen la sensibilidad, el arte, la literatura, la música o la familia, a pesar de las continuas actividades sociales y políticas.
Son centenares las claves que ofrece para conocer aspectos, obras o decisiones de aquellos años, pero a mí me satisface que nunca desaparezca el hombre, el padre de familia, el lector, el ideólogo y el simple ciudadano.
Las dudas me vienen por otros parámetros. El primero es el de que, obviamente, se trata de su propia versión. Falta la de los demás para contrastar y quedarse con lo que más convenza. Me parece también que Alfonso Guerra veía tal vez demasiados fantasmas entre algunos de sus compañeros, fantasmas que no explica demasiado sino que hace asomar con trazos gruesos e inmediatos para extraer consecuencias drásticas. Y uno más, en el que desgraciadamente coincido, es el de la distancia, por no decir el rechazo, que propone con las informaciones de buena parte de la prensa y las deformaciones de la realidad que, a su juicio -y al mío-, ofrecía y ofrece continuamente de manera interesada.
Pero poco importa todo ello: creo que sobresalen los elementos positivos frente a las dudas. En esta memorias hay ideas, doctrina, sensibilidad, altura de miras, descripción de muchos entresijos vividos en primera persona, rabias contenidas, desenmascaramientos, un poquito de ego y creo que mucha sinceridad. Ah, y me gustaría conocer creación de Alfonso Guerra: me parece que tiene cualidades sobradas para la creación ensayística, teatral y literaria.
El tiempo le ha hecho, pienso, sopesar aquella idea que él mismo cita de Max Weber acerca de las diferencias entre “la ética de las ideas y la ética de las responsabilidades.” Tal vez eso, entre otras cosas, le ha llevado a salvarse de aquella afirmación que él mismo formula: “Es una ley inexorable: los hombres que realizan un cambio profundo en la sociedad  o en un colectivo de ella, los que protagonizan una revolución, son ineluctablemente devorados por ella.”
Ahí sigue, como prueba de que, en su caso, no se ha cumplido esa ley, que a mí también me parece lamentable y casi universal.

Pero, como siempre, lo mejor es asomarse a las páginas, a las casi 400 páginas que glosan el decenio, la persona y hasta el personaje. A mí me han resultado muy interesantes.

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