El maestro don Antonio Machado
proclamó que “poesía es palabra en el tiempo”. Y creo que, como casi siempre,
tenía y tiene razón. ¿Qué otra cosa puede hacer el creador que ponerle cara lingüística,
simbólica y melódica a lo que el tiempo, su tiempo, le remueve en la
conciencia? Tal vez con un doble sentido, el de dar pálpito al tiempo y el de
trascenderlo.
Por eso cada segmento temporal
tiene su tono, desarrolla sus empeños, se obsesiona con un número pequeño de
asuntos y pone un sonido de fondo que suena de una manera especial a medida que
se vuelve a él.
He vuelto a darle voz y tiempo a
una larga antología de poetas de las primeras promociones de posguerra y tal
vez en ellos mejor que en otras promociones se observa cómo marca el contexto y
hasta qué punto el creador es esclavo y portavoz a un tiempo de la época en la
que vive, sufre, goza y ejerce de dios menor.
Cualquier técnico en la materia
sabe (debería saber) que la lucha fratricida dejó dos regueros marcados por la
acomodación y por la exclusión, por la afección y por la desafección, por el
arraigo y por el desarraigo. Pero me parece que, en realidad, ninguna de las
dos maneras de ver las cosas se vio libre de un ambiente como de espasmo, de
miedo y de tensión, de susto y de imprecación, de angustia y de no saber muy
bien a qué o a quién acudir. Tal vez por eso en todos se rastrea un fondo
religioso en el que nadan para hundirse o para mantenerse a flote, para
consolarse no se sabe muy bien cómo o para descubrirse solos y desnortados,
para refugiarse en el misterio o para exigir responsabilidades.
Estas primeras promociones, en
los inmediatos años de posguerra, penas se podían atrever con la visibilidad
social, con la denuncia explícita ante la desolación y el desamparo, con el
grito ante la injusticia, y, tal vez por ello, buscaron refugio en ese ambiente
menos a pie de calle, menos piedra de escándalo como era la religión. Después,
los años pasan, las situaciones se recomponen, las tensiones se suavizan, los
resquicios se abren y la historia va mostrando otros caminos, también tortuosos
y casi interminables, pero que van permitiendo posibilidades hasta llegar a
fórmulas menos agónicas y dramáticas.
Uno imagina la situación social y
personal de muchos creadores de los años cuarenta y entiende las diferencias de
tonos, de temas y de formas con la creación poética actual. Los Celaya, Ángela
Figuera, García Nieto, José Luis Cano, Carmen Conde, José María Valverde,
Bousoño, José Luis Hidalgo, Rafael Montesinos, José Hierro, Vicente Gaos,
Victoriano Crémer, Rafael Morales, Miguel Labordeta, Ramón Garciasol,
Gabino-Alejandro Carriedo, Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Chicharro, García
Baena, Alfonso Canales, Julio Aumente, Rafael Andújar y tantos otros fueron,
como deben ser todos los creadores, testigos especiales del latido del tiempo,
de su tiempo, de aquel tiempo tan especial, tan convulso y tan triste. Cada
cual en su acomodo, cada uno en su situación personal, más o menos acomodaticia
o desarraigada.
Porque el tiempo pasa, que es lo
que siempre pasa, pero la palabra permanece, como testigo y muestra reveladora
de las tensiones y del latido diario de la comunidad, de cada comunidad y de
todos los estratos de la comunidad, también de los menos visibles pero más
depositarios de la última y honda realidad.
Hoy acaso leer aquella poesía sea
muestra de cómo pasa el tiempo, de qué manera también las formas se renuevan y
de cómo las preocupaciones van modificando la escala de preferencias. O eso
parece porque, en el fondo, el latido por el misterio y el sentido de la vida,
de una vida imaginada más justa y mejorada, sigue siendo el alimento de la
palabra, de la palabra en el tiempo.
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Y que así siga siendo,independientemente de que cada uno viva su propio espacio temporal, pero la palabra no puede dejar de ser una voz para ser escuchada.
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