En el transcurso normal de
nuestras vidas, es muy poco frecuente que nos paremos a pensar en las otras
posibilidades que pudieron haber sido y que nunca fueron. En realidad, son
todas menos esas poquitas que nos han terminado conformando y que nos hacen ser
primero que seamos y después que seamos lo que somos y como somos. Tal vez no
merezca la pena gastar demasiado tiempo en ellas porque no nos dejarían vivir
salvo en el mundo de la imaginación. Sobre todo aquellas que no se produjeron y
que no es posible que se produzcan ya.
De esas posibilidades unas son
personales y otras afectan a la comunidad en pleno. De entre estas últimas, no
pocas las aceptamos como sucesos exactos y verificados, los damos por buenos y
actuamos sin ponerles ninguna sombra de duda. Son los tópicos, las verdades
generales, las afirmaciones absolutas, los hechos que no se discuten.
En occidente, por ejemplo, casi
nadie discute que las bases culturales por excelencia son el mundo clásico y el
cristianismo. Con esos dos hechos que, de manera general, parecen
incontestables, ni se nos ocurre pensar que pudo haber sido la realidad de otra
manera y nadie puede tener la certeza de que las consecuencias hubieran sido
más positivas o más negativas. De hecho, una buena parte de la comunidad se
instala en el inmovilismo y se aferra a los genéricos de estas afirmaciones
para promover que todo siga igual y nada se mueva.
Creo que, en distintos niveles,
nos movemos todos entre la necesidad de la continuidad y la precaución por no
indagar demasiado en casi nada, por si aparecen elementos que nos conturben y
nos desacomoden de esa escala de valores y de costumbres en la que nos dejamos
llevar entre la pereza y la falta de ganas.
Durante los últimos días he
dedicado algunas horas (además me he sentido casi nada y más natural en el
circo de Gredos, en el espinazo de la península, cerca del cielo; he asistido a
algunas reuniones sociales sabrosas; he sentenciado un concurso de cuentos…) a
leer y a pensar en lo que se deduce de un ensayo escrito por Juan Arias acerca
de la figura bíblica de la Magdalena.
En el devocionario popular, esta
figura es considerada como una pecadora que es perdonada por Jesús en un
momento de gran plasticidad y sensualidad en el que unge y limpia los pies del Maestro;
por eso su iconografía y representación popular a lo largo de los siglos nos da
lo que nos da en todo tipo de manifestaciones artísticas.
Ya sería muy interesante en este falso
perfil, pues introduciría elementos femeninos en la religión de los cristianos,
tan reacios siempre a darle importancia a la mujer. Pero es que el asunto
resulta mucho más complejo y de alcance incomparablemente más hondo. María
Magdalena, que no es esa ocasional pecadora de los ungüentos, resulta ser el
personaje femenino más importante de los evangelios. Su origen, su formación,
su seguimiento del Maestro, sus relaciones de todo tipo con él, sus
intimidades, el hecho de ser la elegida para comunicarle la noticia estandarte
de la religión: la resurrección, su influencia en las primeras comunidades
cristianas, su empequeñecimiento interesado desde la iglesia ya casi desde los
primeros momentos, hasta convertirla en una pecadora arrepentida y toda una
serie de elementos importantes todos ellos, la convierten en elemento clave
para el conocimiento real de lo que pudo ser y no fue, de otra concepción de la
religión cristiana muy diferente a la que terminaron configurando Pablo y
Pedro, y después sus seguidores, sobre todo los masculinos.
Y todo ello desde los datos de
los evangelios que se dan por buenos e inspirados, que si se acude a los
apócrifos (los sinópticos son lo que son, con sus añadidos y supresiones, lo
mismo que son lo que son los apócrifos únicamente por la decisión interesada de
los representantes masculinos en los concilios y después de varios siglos)
entonces las posibilidades se abren hasta las probabilidades y casi hasta las
certezas.
En este apuntes se señalan tres
cosas: es la primera el hecho de que, de nuevo, nos movemos en tópicos y en afirmaciones
que damos por buenos sin analizar con razón y sin prejuicios; la segunda
confirma que el sesgo religioso que pudo haberse dado a las iglesias primitivas
y posteriores pudo haber sido muy diferente, con guías como esta María de
Magdala (más interior, menos jerárquica, más igualitaria, con el conocimiento
como base de la perfección y no con el misterio…); la tercera es la observación
de que, aunque no se entra a valorar cuál podría haber sido más provechosa, no
es difícil imaginarse otras formas más atractivas y que habrían dado otra
arista diferente a la vida con base en el conocimiento y en el amor.
Damos por hecho casi todo y en
ese duermevela nos embarcamos para sobrevivir y no perecer en el intento. Es
comprensible. Pegarle alguna vez un empujón al muñeco y hacerlo menearse para
que suelte lastre tal vez no sea tampoco mala cosa. Sobre todo en asuntos que
afectan a las creencias y a las prácticas de miles de millones de personas.
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