Si uno sale de casa, se topa con
una sucesión de hechos que, en verdad, no le permiten detenerse a contemplarlos
de manera sosegada e individual: un escaparate sucede a otro ventanal lleno de
objetos, una calle se adosa a la siguiente, y la cara de un desconocido o
conocido enseguida da paso a la siguiente, casi sin solución de continuidad.
Tampoco hay mucha ventaja si uno decide quedarse en casa y, por inercia, le da
por asomarse a la caja tonta, por ejemplo: a un programa le sucede otro al
menos tan tonto y tan preparado para personas que no alcancen el nivel del
razonamiento ocasional como el anterior, o anuncios no se sabe si pensados para
los anteriores espectadores o incluso para una clase inferior.
Pero no todo en la vida es
trajín, ajetreo y agitación. Salir con calma al campo y sentarte tranquilo a
contemplar el paisaje, y dialogar con él sin condiciones, o quedarte pensando
en lo que significa el tiempo contrapuesto entre la naturaleza sólida y el paso
de la vida humana proporciona sosiego y pensamiento, el alto necesario para
tomar aliento y darle perspectiva a lo que nos empuja cada día en este griterío y en este desconcierto en el que parece que
todo es de repente y no alcanza ni siquiera el nivel de la descripción, mucho
menos el del análisis y el de las conclusiones.
Las personas que merecen mi
confianza son las que alzan la vista y miran, las que paran y templan, las que
dan la distancia a las cosas para poder medirlas con justicia, las que miran al
bosque por encima del árbol, las que vuelven la vista a sus principios, las
que, por encima de cualquier detalle, poseen su modelo al que asirse con ganas,
las que ponen su acento en la curiosidad, las que se siguen preguntando cosas
desde la mañana a la tarde, y las que tratan de ajustar sus actos a alguna
verdad más general que sostiene algo de luz en su camino.
Ya sé que esos principios acaso
se describen mejor que se concretan, pero sin ellos tal vez todo es camino que
lleva a ningún sitio, improvisación desde la nada y consecuencia imbécil que te
va arrastrando por la vida según el empuje del viento. Y el caso es que tampoco
quisiera uno ponerse muy solemne pues la vida se resuelve al por menor y al
detalle de cada momento. Pero algún frontispicio y alguna luz en el techo,
dispuesta a marcar senda, parecen buena cosa para volver a ellos.
Cada cual sabrá de dónde sacar
ese ramillete de principios que sostengan su vida, que le empujen cada vez que
caiga y que le den identidad y poso. La lectura no es mala cosa; la lectura
inteligente, por supuesto, que no todo es lo mismo. Y los buenos ejemplos, ese
insuperable boca a boca que alimentan todos los sentidos y la experiencia
personal.
Algunas personas tan inteligentes
como Bertrand Russell se han atrevido a verterlas por escrito, para dejar
testimonio de lo que a él personalmente le interesaba y por si alguna otra
persona quisiera adherirse a rumiarlas:
“Tres pasiones simples pero abrumadoramente intensas han gobernado mi
vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad
por el sufrimiento de la humanidad”.
Como este ejemplo se pueden citar
muchos más. Alguno, como el de los dos mandamientos fundamentales del
cristianismo, deberían (he pensado bien el tiempo verbal) haber conformado la
vida de muchos millones de personas durante dos milenios, por ejemplo.
Me quedo pensando en los tres
pilares de actuación de Russell. Hay tanto en tan pocas palabras… Como para
apenarse por si pierde la roja en el fútbol, la amarilla o la arco iris.
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