martes, 3 de junio de 2014

EL REY HA ABDICADO


Mi rutina diaria me lleva a dar un paseo por el campo en cuanto me levanto. Después vuelvo a casa, me ducho, desayuno y me pongo a leer o a escribir durante la mañana. Eso mismo es lo que hice ayer. Tengo la sensación de que es más productivo comenzar por la lectura y seguir por la escritura, pero no lo tengo del todo claro y mezclo ambas actividades según los días y las ganas.
Ayer tocó primero pegarme con la creación y con el verso: había algo que celebrar y era necesario dejar constancia de ello a través de la palabra. Y, ya casi al mediodía, abrí la ventana al mundo de la información desde los medios. “EL REY HA ABDICADO”. Todos los periódicos digitales abrían con la misma noticia; las televisiones y las emisoras de radio hacían otro tanto.
Pues muy bien, pensé, el rey ha abdicado, ¿y qué? Juro que en mí no se produjo ni el más mínimo estremecimiento, ni siquiera una pequeña alteración, ni una pizca de turbación, de alarma o de sobresalto. Nada de nada. Abdica un rey, se nombra otro, y todo cambia para que todo siga igual. Y, por si acaso se me pudiera ocurrir algo distinto, de nada sirve que diga o que deje de decir. Todo se lo guisarán y todo se lo comerán entre unos pocos, esos que creerán que nos están salvando. Los demás diremos que la comida estaba muy rica, tal vez nos llamen a los postres y tendremos que quitar los manteles. El mundo seguirá y seguirá. Porque el tiempo pasa, que es lo que siempre pasa.
Después vi que, en algunos programas, daban razones para pedir ahora una consulta acerca de la aceptación o rechazo del sistema monárquico; incluso muchos miles de personas se echaron a la calle para gritar sus peticiones. Me recordó vagamente lo que sucedió en 1931, aunque bien sé que los contextos son muy diferentes.
El asunto de la monarquía no tiene, según se me alcanza, ni un simple pase científico y mental. Un régimen que acepta la desigualdad de sus miembros, que separa al rey del sistema judicial y lo convierte en inviolable, que acepta la herencia por motivos de sangre y por casualidades de un calentón sexual, y una forma de estado que jalea día a día la existencia de súbditos agradecidos no tiene por dónde agarrarlo. Entrar a discutirlo y a justificarlo es tarea de tontos y lo mejor es no menearlo porque todo huele y no precisamente a ámbar.
Por eso a pocos debería extrañar que, precisamente en este momento de cambio de persona, muchos señalen que es momento oportuno para dialogar y para consultar. Los que no lo desean se escudan en la pretendida inoportunidad del momento como único y mísero argumento. No tienen otro y se agarran a lo poco que les queda.
En la historia reciente de este país, muchos son los que se encontraron con la fórmula del juancarlismo como manera de ir capeando el temporal y de darle largas al asunto este de ser republicanos pero menos. De poco sirve porque la argumentación sigue estando ahí en cuanto la persona desaparece. Además, esa postura impostada ha obligado a esconder todos los defectos evidentes de la persona en unos grados que, con frecuencia, han sobrepasado el ridículo. Los ejemplos los conoce cualquiera que no se tape los ojos y los oídos.
Algo más inteligente me parece la postura de aquellos que diseccionan el asunto de la monarquía desde la variable de la utilidad o no utilidad. Porque, en la práctica, es verdad que no es lo mismo una monarquía absoluta que una monarquía parlamentaria, por ejemplo. En esta última, los poderes y las actuaciones de los reyes están tasados en alguna medida, y su destitución es posible siempre según los casos marcados en las leyes.
En todo caso, sea de una forma o de otra, la desigualdad de base sigue existiendo y se me antoja imposible y ridículo defenderla intelectualmente. Nadie debe olvidar que un presidente de república también puede ser listo o tonto, pero lo que se discute es el principio de legitimidad, no las cualidades de una persona concreta.
Así que nos tendrán otro mesecito entretenidos con el asunto este. Todo terminará en un juramento solemne del que se destacarán los modelitos de los vestidos de la nueva reina (que a mí no me ha ganado precisamente el ánimo), y después vacaciones en el yate, que el verano todo lo calma. Igual hasta nos sirve para apaciguar efectos de otros asuntos deportivos, de congresos de partidos políticos o de las desigualdades que no cesan de martillear en cada esquina.

 El otoño será otra cosa. Y no pintan precisamente oros. 

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