Mi rutina diaria me lleva a dar
un paseo por el campo en cuanto me levanto. Después vuelvo a casa, me ducho,
desayuno y me pongo a leer o a escribir durante la mañana. Eso mismo es lo que
hice ayer. Tengo la sensación de que es más productivo comenzar por la lectura
y seguir por la escritura, pero no lo tengo del todo claro y mezclo ambas
actividades según los días y las ganas.
Ayer tocó primero pegarme con la
creación y con el verso: había algo que celebrar y era necesario dejar
constancia de ello a través de la palabra. Y, ya casi al mediodía, abrí la
ventana al mundo de la información desde los medios. “EL REY HA ABDICADO”.
Todos los periódicos digitales abrían con la misma noticia; las televisiones y
las emisoras de radio hacían otro tanto.
Pues muy bien, pensé, el rey ha
abdicado, ¿y qué? Juro que en mí no se produjo ni el más mínimo
estremecimiento, ni siquiera una pequeña alteración, ni una pizca de turbación,
de alarma o de sobresalto. Nada de nada. Abdica un rey, se nombra otro, y todo
cambia para que todo siga igual. Y, por si acaso se me pudiera ocurrir algo
distinto, de nada sirve que diga o que deje de decir. Todo se lo guisarán y
todo se lo comerán entre unos pocos, esos que creerán que nos están salvando. Los
demás diremos que la comida estaba muy rica, tal vez nos llamen a los postres y
tendremos que quitar los manteles. El mundo seguirá y seguirá. Porque el tiempo
pasa, que es lo que siempre pasa.
Después vi que, en algunos
programas, daban razones para pedir ahora una consulta acerca de la aceptación
o rechazo del sistema monárquico; incluso muchos miles de personas se echaron a
la calle para gritar sus peticiones. Me recordó vagamente lo que sucedió en
1931, aunque bien sé que los contextos son muy diferentes.
El asunto de la monarquía no
tiene, según se me alcanza, ni un simple pase científico y mental. Un régimen
que acepta la desigualdad de sus miembros, que separa al rey del sistema
judicial y lo convierte en inviolable, que acepta la herencia por motivos de
sangre y por casualidades de un calentón sexual, y una forma de estado que
jalea día a día la existencia de súbditos agradecidos no tiene por dónde
agarrarlo. Entrar a discutirlo y a justificarlo es tarea de tontos y lo mejor
es no menearlo porque todo huele y no precisamente a ámbar.
Por eso a pocos debería extrañar
que, precisamente en este momento de cambio de persona, muchos señalen que es
momento oportuno para dialogar y para consultar. Los que no lo desean se
escudan en la pretendida inoportunidad del momento como único y mísero
argumento. No tienen otro y se agarran a lo poco que les queda.
En la historia reciente de este
país, muchos son los que se encontraron con la fórmula del juancarlismo como
manera de ir capeando el temporal y de darle largas al asunto este de ser
republicanos pero menos. De poco sirve porque la argumentación sigue estando ahí
en cuanto la persona desaparece. Además, esa postura impostada ha obligado a
esconder todos los defectos evidentes de la persona en unos grados que, con
frecuencia, han sobrepasado el ridículo. Los ejemplos los conoce cualquiera que
no se tape los ojos y los oídos.
Algo más inteligente me parece la
postura de aquellos que diseccionan el asunto de la monarquía desde la variable
de la utilidad o no utilidad. Porque, en la práctica, es verdad que no es lo
mismo una monarquía absoluta que una monarquía parlamentaria, por ejemplo. En
esta última, los poderes y las actuaciones de los reyes están tasados en alguna
medida, y su destitución es posible siempre según los casos marcados en las
leyes.
En todo caso, sea de una forma o
de otra, la desigualdad de base sigue existiendo y se me antoja imposible y ridículo
defenderla intelectualmente. Nadie debe olvidar que un presidente de república también
puede ser listo o tonto, pero lo que se discute es el principio de legitimidad,
no las cualidades de una persona concreta.
Así que nos tendrán otro mesecito
entretenidos con el asunto este. Todo terminará en un juramento solemne del que
se destacarán los modelitos de los vestidos de la nueva reina (que a mí no me
ha ganado precisamente el ánimo), y después vacaciones en el yate, que el
verano todo lo calma. Igual hasta nos sirve para apaciguar efectos de otros
asuntos deportivos, de congresos de partidos políticos o de las desigualdades
que no cesan de martillear en cada esquina.
El otoño será otra cosa. Y no pintan precisamente
oros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario