Siempre he defendido la
importancia de las onomatopeyas en cualquier lengua, sobre todo en sus
orígenes. Resultaría extraordinario averiguar hasta qué punto el origen de
cualquier lengua tiene que ver con las onomatopeyas. Ellas representan el
primer escalón entre los fenómenos naturales y su representación fónica, son la
variación menor, la proximidad más efectiva.
Mi nieto Rubén conoce unas pocas
pues alguien le ha enseñado cómo hacen algunos animales y él lo reproduce muy
bien. Le tengo que llevar una lista y practicar con él la imitación: será una
buena forma de acercarse al mundo animal y de empezar a amarlo. Apuntaré
algunas:
Ojeo de perdiz: aj, aj, aj.
Cacareo de la gallina: co, co,
coo.
Ladrido del perro: guau, guau,
guau.
Balido de oveja: beeeeee…
Sonido del grillo: cri, cri, cri.
Sonido del pato: cua, cua, cua.
Cómo hace el lobo: auuu, auuu,
auuu…
Sonido de la rana: croac, croac,
croac.
Sonido del pavo: glu, glu, glu.
Zumbido de las abejas:
zzzzzzzzzzzzzzz.
Rebuzno del burro: hiaa, hiaa,
hiaa.
Arrullo de la paloma: rrrrr,
rrrrr, rrrrr.
Sonido del ganso: on, on, on.
Gruñido del cerdo: oenc, oenc,
oenc.
Sonido de la vaca: muuu, muuu,
muuu.
Cómo hace el caballo: hiii, hiii,
hiii.
El canto del gallo: quiquiriquí,
quiquiriquí.
Canto del pájaro: pío, pío, pío.
Quizás sean suficientes pues no
interesa confundir con demasiadas imitaciones de sonidos. Si pudiera ser en
presencia física de los animales, la aproximación a la naturaleza estaría más
cerca y no sería una mala lección de muchas materias. Y tal vez no esté mal
dividirlo en dos niveles: para Rubén los sonidos y para Sara la escritura. Mientras,
yo observaré, aprenderé y me sentiré feliz con ellos, un poco más de lo que ya
me siento aunque no anden por medio las onomatopeyas.
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