Que la lengua es un ser vivo como
otro cualquiera no es algo que se debiera tener que recordar. Por ello tiene
días mejores y peores, posee reglas que no siempre cumple pues está llena de
excepciones y siempre nada dándole vueltas a la realidad para intentar
aprehenderla y conseguir de ella un retrato lo más fiel posible aunque siempre
pobre y al borde del desahucio. No deberíamos, entonces, escandalizarnos de los
cambios que en ella se producen.
No es fácil ser tan complaciente
cuando uno se fija en los agentes que producen con más fuerza y hasta violencia
los cambios de la misma. Enseguida aparecen papanatas deportivos, admiradores
rendidos a lo ajeno y casi siempre gentes de escasa formación y muy débil
conciencia lingüística. Qué le vamos a hacer. La pasarela de la vida solo da paso
público y de exhibición a los que se lo da; los demás tenemos que quedarnos con
las ganas. A algún familiar lo tengo ya aburrido de tanta corrección inmediata
ante la pantalla del televisor, siempre añadiendo la agravante de que se lo
llevan crudo para el bolsillo cada día y cada mes. Son tantos y tantos los
desvaríos…
Para empezar, el nombre de la
lengua. ¿Español o castellano? ¿Castellano o español? Es como nombrar la bicha.
Mucho más en los tiempos que corren. ¿Más patriotismo con español que con castellano?
¿Más muestras de identidad con castellano que con español? Bobadas y tonterías
todas. Si existiera buena voluntad, no tendríamos ninguna dificultad en el uso
indistinto de ambos términos. Pero la lengua es reflejo de la vida, de sus
acuerdos y de sus desacuerdos. Por si acaso, conviene precisar y no entrar en
conflicto.
Ahora resulta que también para el
lenguaje tenemos que atenernos a las leyes marcadas en los textos jurídicos, en
este caso a la ley de leyes, a nuestra Constitución. Y allí el asunto está
claro: español o castellano. Y ahí el valor de la conjunción “o” no es el de
exclusión sino el de igualación, el de equivalencia. Vamos, que da igual y no
solo no se excluyen sino que se igualan. Aquí la “o” es la del valor aleixandrino
de “La destrucción o el amor”.
¿Es ese, sin embargo, el uso
común? No. Ni siquiera entre los más calmados y sabedores de que las dos formas
serían correctas. Porque, además de los enfrentamientos que buscan como
herramienta la lengua, existen otros que ayudan a distinciones sensatas y de
aclaración. Así, si se trata del territorio nacional, parece que no desentona el
uso de castellano, para diferenciarlo de las otras lenguas peninsulares, tan
importantes como esta; aunque tampoco está de más si usamos la denominación de
español. Sin embargo, si nos movemos en contextos internacionales, el apelativo
correcto es el de español: es la mejor manera de separar la nación española de
otra cualquiera, sobre todo hispanoamericanas.
Claro que, como ahora nadie sabe
muy bien qué es eso de nación y muchos quieren ser nación también, vete a saber
de qué modo podemos darle esquinazo a esta nueva dificultad. A uno se le ocurre
que una buena forma sería, otra vez, el sentido común y la buena voluntad; pero
ya sé que es demasiado pedir. En fin.
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