jueves, 1 de diciembre de 2016

PALOS DE CIEGO


Que la lengua es un ser vivo como otro cualquiera no es algo que se debiera tener que recordar. Por ello tiene días mejores y peores, posee reglas que no siempre cumple pues está llena de excepciones y siempre nada dándole vueltas a la realidad para intentar aprehenderla y conseguir de ella un retrato lo más fiel posible aunque siempre pobre y al borde del desahucio. No deberíamos, entonces, escandalizarnos de los cambios que en ella se producen.
No es fácil ser tan complaciente cuando uno se fija en los agentes que producen con más fuerza y hasta violencia los cambios de la misma. Enseguida aparecen papanatas deportivos, admiradores rendidos a lo ajeno y casi siempre gentes de escasa formación y muy débil conciencia lingüística. Qué le vamos a hacer. La pasarela de la vida solo da paso público y de exhibición a los que se lo da; los demás tenemos que quedarnos con las ganas. A algún familiar lo tengo ya aburrido de tanta corrección inmediata ante la pantalla del televisor, siempre añadiendo la agravante de que se lo llevan crudo para el bolsillo cada día y cada mes. Son tantos y tantos los desvaríos…
Para empezar, el nombre de la lengua. ¿Español o castellano? ¿Castellano o español? Es como nombrar la bicha. Mucho más en los tiempos que corren. ¿Más patriotismo con español que con castellano? ¿Más muestras de identidad con castellano que con español? Bobadas y tonterías todas. Si existiera buena voluntad, no tendríamos ninguna dificultad en el uso indistinto de ambos términos. Pero la lengua es reflejo de la vida, de sus acuerdos y de sus desacuerdos. Por si acaso, conviene precisar y no entrar en conflicto.
Ahora resulta que también para el lenguaje tenemos que atenernos a las leyes marcadas en los textos jurídicos, en este caso a la ley de leyes, a nuestra Constitución. Y allí el asunto está claro: español o castellano. Y ahí el valor de la conjunción “o” no es el de exclusión sino el de igualación, el de equivalencia. Vamos, que da igual y no solo no se excluyen sino que se igualan. Aquí la “o” es la del valor aleixandrino de “La destrucción o el amor”.
¿Es ese, sin embargo, el uso común? No. Ni siquiera entre los más calmados y sabedores de que las dos formas serían correctas. Porque, además de los enfrentamientos que buscan como herramienta la lengua, existen otros que ayudan a distinciones sensatas y de aclaración. Así, si se trata del territorio nacional, parece que no desentona el uso de castellano, para diferenciarlo de las otras lenguas peninsulares, tan importantes como esta; aunque tampoco está de más si usamos la denominación de español. Sin embargo, si nos movemos en contextos internacionales, el apelativo correcto es el de español: es la mejor manera de separar la nación española de otra cualquiera, sobre todo hispanoamericanas.

Claro que, como ahora nadie sabe muy bien qué es eso de nación y muchos quieren ser nación también, vete a saber de qué modo podemos darle esquinazo a esta nueva dificultad. A uno se le ocurre que una buena forma sería, otra vez, el sentido común y la buena voluntad; pero ya sé que es demasiado pedir. En fin.

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