Cuando un alumno crece en edad, lo hace también en
amplitud de conciencia y de mirada, de curiosidad y de explicaciones. En
cualquier campo de la cultura se aprovecha para acercarle su conciencia a otros
elementos y a otros momentos distintos de aquellos en los que vive y que conforman
su presente y sus apetencias más elementales.
Eso mismo ocurre en el apartado de las lecturas y en
el campo literario en general. Con frecuencia es este un momento en el que
aparece el peligro de separación entre los gustos personales y los esquemas que
proponen las obras que, también con frecuencia, son impuestas y obligadas.
¿Por qué se produce tal distanciamiento y, a menudo,
un olvido que dura mucho tiempo y acaso todo el tiempo del mundo? Causalidad múltiple
aparte, pero siempre presente, creo que lo que se descose fundamentalmente es
el contexto diferente en el que se sitúan la obra y del lector. La lectura del
Quijote será difícilmente productiva si el lector no se esfuerza en entender el
ambiente en el que se produce la obra y emocionalmente no se sitúa en el mismo.
Es verdad que las obras clásicas, y más las
inmortales, superan casi siempre los elementos de contexto para hacer florecer
por encima de todo un ramillete de ideas y de consideraciones que sirven para
todo tiempo y espacio; pero nada está completo si no es con los elementos en los
que se imagina, se escribe y se produce. Para la enseñanza y práctica de esta
materia parece, pues, fundamental concordar estos dos tiempos físicos y
emocionales; la obra con su aportación; el profesor con su experiencia y
conocimientos; y el alumno o lector con la predisposición adecuada.
Y, aun así, no resulta sencillo empaparse del espíritu
de aquellas obras que se han concebido en otras épocas y que responden al espíritu
y a los valores de aquel momento. Me sucedía hace un par de días con la
relectura de la obra Paul et Virgine,
de la que es autor Saint Pierre y que obedece a un esquema romántico en la
naturaleza, en la religión y en las relaciones sociales. No me supone ningún esfuerzo
sintonizar con los valores que se le atribuyen a la naturaleza, siempre exuberante
y alterada; pero qué difícil sentirse próximo a las manifestaciones amorosas,
tan remilgadas e idealizadas que terminan por ser inverosímiles; o de la escala
de valores sociales y religiosos, tan rígida y sin aristas. El ejemplo es
casual y se repite en cualquier creación que se aleje un poco de nosotros en el
tiempo, en el espacio o incluso, aunque sea contemporánea, en los valores que
exponga.
El contexto, siempre el contexto y lo que condiciona y
explica.
¿Dónde, entonces, el valor de una creación?, ¿hasta dónde
llega en el tiempo el mérito y la importancia de una obra?, ¿qué podemos
extraer de ella para nosotros, lectores de otro tiempo?, ¿cuánta atención
debemos prestarle desde otros contextos?, ¿podemos explicar bien el presente
sin el conocimiento del pasado?, ¿hay realmente verdades absolutas e intemporales?... Muchas
preguntas se suscitan al hilo de la lectura de una obra del pasado. Aunque
ninguna anule su lectura.
Por lo demás, la obra citada responde a un ramillete amplio
de creaciones literarias que ejemplifican el anhelo de una arcadia feliz y de una
utopía natural y humana que explican su estilo y su trama. Pero esto ya es
asunto más amplio y académico, y aquí y ahora lo dejamos dormido.
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