El águila imperial iniciaba un vuelo cada cuatro años.
Desde él supervisaba todos los dominios de su imperio: los bosques, las
estepas, las playas, los desiertos, los montes y los valles. Nada quedaba fuera
de su alcance y en todo decidía según sus conveniencias. Para un mejor control,
tenía embajadores y espías colocados en los mejores puestos y toda una red de
colaboradores que seguían fielmente sus indicaciones y que, de vez en cuando,
acudían a la corte del águila para rendir pleitesía. Algunos, con tal de conseguir
sus favores, aprendían acentos cortesanos, variante tejana, y colocaban
distendidamente sus piernas encima de la mesa para mostrar su sumisión y
fidelidad al águila. En definitiva, todo el reino andaba pendiente de la
voluntad de su graciosa majestad.
Pero no siempre las águilas volaban a la misma
velocidad ni con la misma extensión de alas. Hubo una vez una, con cara y
nombre de pato, que llegó hasta la silla real después de enfrentarse con las
costumbres y con las verdades más elementales que circulaban por el reino: se
reía de las mujeres, se mofaba de los inmigrantes, despreciaba a los más
necesitados, propiciaba los enfrenamientos y aclamaba al vencedor mientras al
perdedor lo dejaba olvidado y solo.
El día que alzó el vuelo, todos estaban expectantes y
un poco temerosos; todos salvo sus esclavos agradecidos, que abrían el pico
aguardando a ver si caía del cielo alguna migaja con la que llenar su papo. El
tiempo lucía gris y hacía frío. Los meteorólogos anunciaban borrasca y
temporales frecuentes. La gente se ocupaba de proteger sus puertas y ventanas. Reinaba
una calma tensa y todo sonaba como en eco, como si el misterio estuviera a
punto de romperse y nadie supiera por dónde podría discurrir aquel vuelo.
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