Cuando alguien trata de fijar el significado de
cualquier palabra o expresión, acude al uso más frecuente y a aquello que se da
por bueno en la conversación de cada día. Así por ejemplo, si a una persona le
pedimos que nos dé una definición de “imbécil”, seguramente nos soltará toda
una ristra de sinónimos cargados de connotaciones negativas: tonto, bobo,
idiota, sin capacidad mental…, y nos advertirá de que no utilicemos este término
si no es estrictamente necesario. No es el mejor método.
La mejor formulación para precisar el significado de
un vocablo es la de acudir a su etimología y, desde ahí, tratar de entender el
cúmulo de connotaciones que se le han añadido y que han hecho evolucionar ese
significado; solo entonces entenderemos realmente qué queremos decir con el
mismo.
El ejemplo citado nos sirve. “Imbécil” procede de las
palabras latinas “in” y “baculum”, que, sumadas y trasladadas al español, no
dan “sin báculo”. Sí, sí, sin garrote, sin cayada, sin apoyo para la mano y el
cuerpo, sin palo para arrear al ganado. A partir de ahí, empezamos a añadirle al
“báculo” contextos y a desfigurar el significado; lo colocamos, por ejemplo, en
el garrote del obispo con el que señala su poder espiritual sobre la diócesis y
los fieles. Más tarde lo colocamos en el ámbito mental y ya estamos en un
garrote que señalaría la presencia de ideas en las que apoyarnos para
justificar acciones y para razonar ante la vida. Y ya tenemos el que tiene “báculo”,
o sea, apoyo mental, ideas, razones, y el que no lo tiene, el “im-bécil”, el
que no razona, el tonto, el alelado, el que se deja llevar, el menos sólido, el…
imbécil.
No sé si el calificativo puede doler más conociendo y
aplicando la etimología o simplemente dejándolo caer como si no supiéramos de dónde
procede.
El ejemplo, solo un ejemplo, sirve para hacer notar en
qué medida el lenguaje se puede manipular y hasta qué punto con él podemos
manipular la realidad y el trato con las personas. Hasta en su uso más prístino
y claro, la lengua no es más que una aproximación débil, muy débil, a la
realidad, a esa realidad que ciframos en ideas de la misma, siempre desde una
inconcreción y desde un fracaso manifiesto. Porque las palabras son siempre parábolas,
rodeos, aproximaciones, intentos fallidos. Cuando seguimos el proceso de cada
una de ellas, la confusión y la polisemia se apoderan de ellas y de nosotros. Y
entonces aparece sin remedio la manipulación. Es verdad que a la palabra
manipulación le atribuimos siempre una intención clara de confundir y de
tergiversar por parte del hablante, del que manipula; pero es que, ya por
naturaleza, la palabra es manipulación, rodeo, curva, vuelta y escondite.
En nuestras manos está el conocimiento de esta
herramienta fabulosa de comunicación que es la palabra. No se puede exigir el
mismo grado de dominio a todos. Pero sí la sencillez, el reconocimiento de las
muchas aristas que contiene, el entender que con él se puede herir mucho y se
puede ayudar también mucho, la certeza de que casi todos los malos entendidos
son solo eso, malos entendidos y malas interpretaciones de las palabras y de
que casi todo se solucionaría si bajáramos a su valor real y al reconocimiento
de que son las interpretaciones sesgadas las que nos conducen a los
enfrentamientos casi siempre.
Si la manipulación resulta inevitable, ¿por qué al
menos no eliminamos de ella esa aviesa intención de engañar al otro y de
presentarle una realidad que es solo la que interesa a mis propósitos?
Por cierto, ¿tenemos claro de dónde procede la palabra
“manipulación”? Le sucede lo mismo que al “imbécil” del ejemplo: “manus” “pello”
y mano y manípulo y pulso. Los sacerdotes saben mucho de manípulos, y los
soldados romanos también. Después, de la mano lo hemos pasado a la cabeza y a
nuestras intenciones. Y repetimos la misma noticia muchas veces. Y, aunque sea
cierta, la estamos manipulando. Y usamos una palabra con sentido equivocado. Y
la estamos manipulando. Y la usamos correctamente. Y, aun así, estamos
manipulando la esencia de la realidad.
Aplíquese la consideración a las relaciones sociales,
políticas, religiosas, familiares… y extráiganse consecuencias razonadas y
razonables. Nuestra inteligencia puede estar embrujada y manipulada por el
lenguaje. Cuidar este es seguramente también mejorar y sanear aquella.
¿Qué nos queda al fin? Lo de siempre, lo que no se
agota: el sentido común y la buena voluntad, también imprecisos pero algo menos
manipulados.
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