Adornan mi ventana unos visillos que ven el exterior y
lo dividen en una realidad cuadriculada. Adivino edificios porque sé que están
ahí, tras los cristales; pero hasta mí llega, lo repito, toda una realidad
cuadriculada: ladrillos adosados y cubiertos por una tela asfáltica de hilo, esqueletos
de árboles desnudos -es invierno- en el trasfondo gris de la ladera, un cielo casi
azul pero en trocitos que adoquinan un fondo más lejano, cualquier silueta
andante que se adivina al otro lado claro de la plaza, y un silencio partido y
untuoso que me aproxima notas musicales de alguna descompuesta sinfonía.
Tal vez también mi mente ande partida, celosa de sí
misma, descompuesta, buscando realidad que no se asoma, templando lo que no ha
de tener tiempo para darse a la calma, con el afán continuo de alguna verdad
cierta que amortigüe los vientos de la duda, que deje florecer las amapolas sin
miedo a que se sientan desangradas, o tal vez con las ganas de que al menos el
agua sea propicia y mitigue la sed.
Anda todo en un tierno desconcierto, en un caos ordenado,
en un desequilibrio en equilibrio, en un quiero y no puedo y en ese no sé qué
que se mantiene naciendo todo el tiempo.
Así es la realidad, así es mi mente. Unos simples
visillos que me avisan de que todo es confuso y certero al mismo tiempo, de que
ahora y aquí y también yo mismo comemos realidad y hacemos que tú, antes y ahí seáis
contrapeso en esa ventanilla de hilo blanco.
Tejieron los visillos las manos de mi madre y hoy las
veo tejiendo y destejiendo contra el
tiempo. Acaricio en sus manos la luz de la ventana. Todo es más limpio ahora y
más diáfano. Mis ojos vierten lágrimas de luz y llueve claridad. Y es un
misterio blanco que se derrama en todo. Me dejo en el olvido en la ventana.
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