DEL LIBRO DE LA VIDA
En una tarde tórrida y celeste,
-a finales de agosto,
los dioses sorprendidos y perplejos-
me regalaron en papel de oro
el Libro misterioso de la vida.
Sus pastas eran dulces y sus páginas
reflejaban el blanco de la nada.
Porque la nada es todo
y todo es el camino de la nada.
No sé si supe abrirlo en el momento
propicio en el que el mundo
se me pintó de azul,
y me invitó al dolor de la escritura.
Hoy repaso capítulos y algunos
se me quedan difusos y con párrafos
que admiten mucho margen de mejora,
casi siempre por falta de coraje
para romper con tanto mandamiento
que llegaba de fuera y se quedaba
como gota malaya perforando
la inútil terquedad de mis deseos.
Pero no he de quejarme, que hay pasajes
cargados con la voz de mi conciencia,
preñados de preguntas, anotadas
al margen, con repuestas imprecisas
y con nuevas preguntas más oscuras.
A veces me remanso en la lectura,
como tomando fuerzas, y descubro
que la vida me trata con ternura,
y debo estar contento de tanto privilegio.
Me pregunto curioso por aquello
que han de tener las páginas que aún quedan
en blanco y sin abrir. Y no sé nada.
Ni siquiera su número y su epílogo,
que quisiera escribir con letras simples,
serenas y sencillas, con la firma
de quien se va cumpliendo solamente,
con buena voluntad y algo de miedo,
las reglas que convocan al silencio
después de una jornada de extravío.
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