METAMORFOSIS (II)
CREACIÓN DEL HOMBRE
LOS ECOS de los ecos de la
tarde
anunciaban más ecos
desde la densidad y el peso de la luz.
El cielo ya era cielo
y en las aguas navegaban los
peces
en un rumbo acordado.
La tierra era cobijo de las
fieras
y las aves giraban
brillantes redondeles en el
cielo.
Para embridar los ecos de la
tarde,
para sentir la transparencia
de la luz,
para gustar del rumbo de las
aves,
para templar la furia de las
fieras,
era preciso que naciera el
hombre,
faltaba todavía un ser más
vivo,
sereno fedatario
de la intención de Caos.
La semilla divina
se quedó a convivir a ras de
tierra
o, a imagen de los dioses,
que todo lo gobiernan,
-otra vez en lo arcano, sin
remedio-
regurgitó del barro y de la
lluvia
un ser de cara alta
mirando al cielo en posición
erguida,
semidiós, seminada, semen
agrio
de otras figuras altas como
dioses
camino de los astros.
Tal vez allí estuviera tu
mirada,
perdida con las luces,
cegada por los barros,
alquilada
en el túnel del tiempo,
en posición de sueño,
de célula durmiente.
Al fin y al cabo, hombre,
espectador del tiempo y de
la nada.
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