FAETÓN
HASTA los altos brillos marfileños
del palacio del sol sube
Faetón.
Allí refulge el oro
centelleante
por encima del fuego.
Las aguas y la esfera
terrestre, suspendida en el
aire,
son refugio de dioses
azulados,
de nereidas que secan sus
cabellos
sentadas en las rocas,
de la tierra, sus montes y
ciudades,
los bosques y las fieras y
los ríos.
Por encima de todos estos
signos
fulguraban los signos del
zodiaco
en la imagen del cielo.
El palacio destella en su
hermosura
y alumbra al caminante en su
ceguera.
Con vestido de púrpura, en su
trono,
Febo irradiaba luz junto a
los Días,
los Meses y los Siglos y los
Años.
El Verano, desnudo,
llevaba una guirnalda en su
cabeza,
y de flores ceñida una
corona
portaba Primavera;
con sus albos cabellos
erizados
el Invierno jugaba y el
Otoño
de uvas pisadas ensuciaba el
rostro.
El cortejo servía en el
palacio
del reluciente Febo.
Allí Faetón demanda de su
padre
confesión y certeras
garantías
de pública y leal
paternidad.
“No mereces que nadie te la
niegue,
y menos hoy tu padre,
suplícame el regalo que
pretendas
pues voy a concedértelo”.
“Suplico para un día, padre
Febo,
el dominio del carro y los
caballos
de los alados pies”.
La cabeza de Febo se
entristece
pensando en el destino que
le aguarda:
“Tu destino es mortal,
mas no lo que deseas.
Ni el sumo soberano del
Olimpo
puede subirse al carro
que transporta los fuegos.
Ojalá yo pudiera
negar lo que termino de
ofrecerte.
Por camino empinado
llevarás los caballos
hasta la alta bóveda del
cielo
-temor tendrás en ella de la
altura-;
cuida no precipites tu
persona
en la postrera parte del
camino,
donde Tetis sustenta los
océanos”.
Mas Faetón rechaza sus
palabras
e insiste en sus deseos
de conducir el carro.
El elevado carro,
regalo de Vulcano,
tiene rueda de plata y, en
sus ejes,
brilla dorado el oro.
La Aurora abrió de púrpura
las puertas,
los cuernos de la luna
se disiparon raudos
y las veloces Horas
uncieron los caballos
saciados con el jugo de
ambrosía.
Febo tocó la cara de su hijo
para volverla inmune a los
ardores
y vació suspiros
cargados de dolor:
“Sé parco con las riendas
y utiliza el sendero
delineado
entre la extensa curva;
no vueles lo más alto
ni desciendas al raso de la
tierra:
ni encenderás mansiones
celestiales
ni harás arder los árboles
del bosque”.
Ya Faetón sube al carro
y siente gozo al recoger las
riendas.
Los sagrados caballos:
Pirois, Eton y Eoo,
y el cuarto, Llameante,
llenan con sus relinchos
los aires y con fuego.
Pronto cortan las nieblas
que leS salen al paso.
Su peso era ligero y pega
brincos
como un carro sin peso.
Desvían el camino prefijado
y vuelan libres, sin seguir
las riendas.
Los Siete Bueyes fríos se
incendiaron,
Boyero emprendió huida
y Faetón sintió pálidas sus
pieles,
sus ojos se cubrieron de
tinieblas
en medio de la luz:
hubiera preferido en aquel punto
no haber reconocido su
linaje
y ser llamado hijo
de Clímene y de Mérope.
Por todas partes ve
diseminadas
testas de enormes fieras.
El errado camino causa
estragos
en todas las regiones,
la tierra se reseca y se
cuartea
privada de sus líquidos, las
nubes
tornan su agua en humo,
los árboles se abrasan con
sus hojas,
las ciudades perecen y los
campos
se llenan de ceniza.
Arde el Etna, y el Cáucaso,
y el Helicón, morada de las
musas,
el Citerón de Baco,
y el Olimpo, morada de los
dioses,
los Alpes y Apeninos
productores de nieves y de
nubes.
Libia se volvió árida,
Etiopía
subió a la superficie
el negro de su sangre y en
la tierra
lloran fuentes y lagos,
los ríos se hacen fuego
desde el Teneo al Tíber.
Hasta el reino infernal
de Proserpina y Tártaro
entra la luz y aterra a los
malditos.
Los mares se retraen y las
arenas
se alzan y ocupan las
antiguas aguas.
La reina madre Tierra,
con su voz suplicante,
habló de esta manera:
“Oh, soberano Júpiter,
¿por qué tardan tus rayos?,
que al menos sean los tuyos
los que me hagan morir.
Contempla mis cabellos
abrasados;
no merecen la muerte mis
servicios,
los frutos y cosechas que
regalo
al gusto de los hombres
y el incienso que aroma
la casa de los dioses.
Al menos compadécete del
cielo,
esa tercera parte
que siempre reservaste para ti.
Si el fuego lo destruye,
volveremos al ámbito del
caos”.
El Padre Omnipotente,
teniendo por testigos a los
dioses
y al propio Febo, el del
fulgor de oro,
desprovisto de nubes y de
lluvias,
hace sonar el trueno y
recorrer el dardo
hasta el atribulado pecho
del auriga.
Los caballos se espantan y
abandonan
las desgarradas riendas.
Por todas partes brillan
los restos esparcidos
del destrozado carro.
El cuerpo de Faetón,
con la fuerza del rayo
traspasado,
las llamas devastando
sus hermosos cabellos,
cae girando al abismo.
Las Náyades de Hesperia lo
reciben
y le dan sepultura
bajo un dulce epitafio:
“Aquí yace Faetón,
del carro de su padre osado
auriga”.
El padre, Febo, de dolor
cubierto,
un día pasó sin sol, pues
los incendios
ofrecieron su luz.
La madre, Clímene,
recorrió todo el mundo entre
sollozos
para encontrar los miembros
de su hijo.
Cuando los dio por ciertos,
regó con abundancia de sus
lágrimas
el mármol con su nombre
y su desnudo pecho
templó el frío marmóreo y
los recuerdos
del cuerpo de su hijo.
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