lunes, 21 de agosto de 2017

METAMORFOSIS (X): FAETÓN

                               FAETÓN


HASTA los altos brillos marfileños
del palacio del sol sube Faetón.
Allí refulge el oro centelleante
por encima del fuego.
Las aguas y la esfera
terrestre, suspendida en el aire,
son refugio de dioses azulados,
de nereidas que secan sus cabellos
sentadas en las rocas,
de la tierra, sus montes y ciudades,
los bosques y las fieras y los ríos.
Por encima de todos estos signos
fulguraban los signos del zodiaco
en la imagen del cielo.
El palacio destella en su hermosura
y alumbra al caminante en su ceguera.

Con vestido de púrpura, en su trono,
Febo irradiaba luz junto a los Días,
los Meses y los Siglos y los Años.
El Verano, desnudo,
llevaba una guirnalda en su cabeza,
y de flores ceñida una corona
portaba Primavera;
con sus albos cabellos erizados
el Invierno jugaba y el Otoño
de uvas pisadas ensuciaba el rostro.
El cortejo servía en el palacio
del reluciente Febo.

Allí Faetón demanda de su padre
confesión y certeras garantías
de pública y leal paternidad.
“No mereces que nadie te la niegue,
y menos hoy tu padre,
suplícame el regalo que pretendas
pues voy a concedértelo”.

“Suplico para un día, padre Febo,
el dominio del carro y los caballos
de los alados pies”.

La cabeza de Febo se entristece
pensando en el destino que le aguarda:
“Tu destino es mortal,
mas no lo que deseas.
Ni el sumo soberano del Olimpo
puede subirse al carro
que transporta los fuegos.
Ojalá yo pudiera
negar lo que termino de ofrecerte.
Por camino empinado
llevarás los caballos
hasta la alta bóveda del cielo
-temor tendrás en ella de la altura-;
cuida no precipites tu persona
en la postrera parte del camino,
donde Tetis sustenta los océanos”.

Mas Faetón rechaza sus palabras
e insiste en sus deseos
de conducir el carro.

El elevado carro,
regalo de Vulcano,
tiene rueda de plata y, en sus ejes,
brilla dorado el oro.
La Aurora abrió de púrpura las puertas,
los cuernos de la luna
se disiparon raudos
y las veloces Horas
uncieron los caballos
saciados con el jugo de ambrosía.
Febo tocó la cara de su hijo
para volverla inmune a los ardores
y vació suspiros
cargados de dolor:
“Sé parco con las riendas
y utiliza el sendero delineado
entre la extensa curva;
no vueles lo más alto
ni desciendas al raso de la tierra:
ni encenderás mansiones celestiales
ni harás arder los árboles del bosque”.

Ya Faetón sube al carro
y siente gozo al recoger las riendas.
Los sagrados caballos:
Pirois, Eton y Eoo,
y el cuarto, Llameante,
llenan con sus relinchos
los aires y con fuego.
Pronto cortan las nieblas
que leS salen al paso.
Su peso era ligero y pega brincos
como un carro sin peso.
Desvían el camino prefijado
y vuelan libres, sin seguir las riendas.
Los Siete Bueyes fríos se incendiaron,
Boyero emprendió huida
y Faetón sintió pálidas sus pieles,
sus ojos se cubrieron de tinieblas
en medio de la luz:
 hubiera preferido en aquel punto
no haber reconocido su linaje
y ser llamado hijo
de Clímene y de Mérope.
Por todas partes ve diseminadas
testas de enormes fieras.
El errado camino causa estragos
en todas las regiones,
la tierra se reseca y se cuartea
privada de sus líquidos, las nubes
tornan su agua en humo,
los árboles se abrasan con sus hojas,
las ciudades perecen y los campos
se llenan de ceniza.
Arde el Etna, y el Cáucaso,
y el Helicón, morada de las musas,
el Citerón de Baco,
y el Olimpo, morada de los dioses,
los Alpes y Apeninos
productores de nieves y de nubes.
Libia se volvió árida, Etiopía
subió a la superficie
el negro de su sangre y en la tierra
lloran fuentes y lagos,
los ríos se hacen fuego
desde el Teneo al Tíber.

Hasta el reino infernal
de Proserpina y Tártaro
entra la luz y aterra a los malditos.
Los mares se retraen y las arenas
se alzan y ocupan las antiguas aguas.
La reina madre Tierra,
con su voz suplicante,
habló de esta manera:
“Oh, soberano Júpiter,
¿por qué tardan tus rayos?,
que al menos sean los tuyos
los que me hagan morir.
Contempla mis cabellos abrasados;
no merecen la muerte mis servicios,
los frutos y cosechas que regalo
al gusto de los hombres
y el incienso que aroma
la casa de los dioses.
Al menos compadécete del cielo,
esa tercera parte
que siempre reservaste para ti.
Si el fuego lo destruye,
volveremos al ámbito del caos”.

El Padre Omnipotente,
teniendo por testigos a los dioses
y al propio Febo, el del fulgor de oro,
desprovisto de nubes y de lluvias,
hace sonar el trueno y recorrer el dardo
hasta el atribulado pecho del auriga.
Los caballos se espantan y abandonan
las desgarradas riendas.
Por todas partes brillan
los restos esparcidos
del destrozado carro.

El cuerpo de Faetón,
con la fuerza del rayo traspasado,
las llamas devastando
sus hermosos cabellos,
cae girando al abismo.
Las Náyades de Hesperia lo reciben
y le dan sepultura
bajo un dulce epitafio:
“Aquí yace Faetón,
del carro de su padre osado auriga”.

El padre, Febo, de dolor cubierto,
un día pasó sin sol, pues los incendios
ofrecieron su luz.
La madre, Clímene,
recorrió todo el mundo entre sollozos
para encontrar los miembros de su hijo.
Cuando los dio por ciertos,
regó con abundancia de sus lágrimas
el mármol  con su nombre
y su  desnudo pecho
templó el frío marmóreo y los recuerdos

del cuerpo de su hijo.

No hay comentarios: