CALISTO
En los bosques umbrosos de
la Arcadia,
donde fuentes y ríos
retornan a dar vida con sus
aguas
al resto resecado de la
tierra,
los fuegos amorosos
ardieron en los tuétanos de
Júpiter.
Calisto era de Diana
la más linda doncella.
Penetrando en un bosque,
desata de su hombro la honda
aljaba,
descansa sobre el suelo,
sus muslos en paréntesis,
sus pechos como montes cara
al cielo.
El señor de los dioses se
disfraza
con ropas y con rostro de
Diana:
“Salve, diosa -la saluda
Calisto-,
más hermosa que Júpiter”.
El ardor de los besos, los
abrazos,
descubren los propósitos de
Júpiter
y nada se resiste
a consumar de amor las
intenciones.
Diana regresaba de la caza
cuando Calisto muestra
las huellas de su culpa.
El murmullo de un río en
fresco bosque
detuvo la carrera de las
ninfas,
y sus desnudos cuerpos
sumergen en las aguas.
Con el cuerpo desnudo,
Calisto proclamaba su
delito.
Ya la esposa de Júpiter se
alza
a cólera infinita:
“Adúltera y fecunda, tu
castigo
será la fealdad de tu
figura”.
Sus brazos comenzaron a
erizarse
y a ser curvas sus manos,
sus fauces se deforman
formidables,
su voz queda velada y sólo
emite
gemidos de terror.
Mas no desaparecen de su
mente
sus tristes pensamientos.
Y cuanto más se mira
mejor se reconoce
salvaje por los bosques,
cazadora
de perros y alimañas.
Sus ojos, sus cabellos y sus
pechos
daban miedo a los hombres y
a las fieras.
Por los bosques respira y en
las tardes
se escuchan sus gemidos
suplicantes
a Júpiter, que mora en el
Olimpo,
en busca de su cuerpo y su
figura.
Con quince años cumplidos
Arcas persigue fieras por
los bosques.
Nada sabe del rastro de su
madre,
pero un aroma extraño
pareció presentarlos cara a
cara
cuando un dardo homicida
estaba preparado para el
pecho
de la triste Calisto.
El todopoderoso de los
cielos
impidió que la muerte se
acercara
y en un viento rizado
los transportó hasta el
cielo donde lucen
como la Osa Mayor, como el
Boyero,
constelaciones próximas
para la madre e hijo
que se miran de noche
eternamente.
La cólera de Juno pidió
ayuda
a Tetis y a Oceano:
“Que las constelaciones
se aparten de los cielos,
que la rival no moje
su cuerpo con el agua en la
llanura”.
Los dioses de los mares se
complacen
y dan su asentimiento
mientras Juno
pasea por el éter su ágil carro
de gráciles pavones.
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